martes, 11 de agosto de 2015

El Derecho a aprender.

   Ir a la Universidad puede constituir para algunos una situación natural, que no ofrece demasiadas complicaciones. Por supuesto, en el sentido de lo naturalizado, de continuar caminos que parecieran ya trazados, los cuales no ofrecen conflicto alguno. Para otros, este ingreso incluye un desarraigo, a veces cargado de problemas, otras veces vivido con alegría. No obstante, es indudable que la grieta entre el Colegio Secundario y la Universidad es bien ancha, algo que se aprende en la primera semana de cursado cuando hay que sacar fotocopias-muchísimas más de las que hemos precisado en todo el Secundario. 

   Cuando alguien ingresa, ya está la Institución funcionando. Es un encuentro donde uno sólo se adapta: el estudiante. O no lo hace, y se corre de la misma, creyendo muchas veces que la falta está en uno mismo. Resulta imposible ubicar la falta en la Universidad cuando apenas se llega. La composición de la población estudiantil es muy diversa. Hasta donde se llegó en cada secundario también. A veces se es el primero de la familia que ingresa a esta institución, a veces uno vacila si es la carrera correcta, si podrá llevarla adelante… ¿Y con qué se encuentra? En ella recibirá un fragmento de la planificación de su formación, lo que constituye algunos programas que decantan del Plan de Estudio. 

   El Plan de Estudio entonces es lo principal que ofrece la Institución. Lo que allí se inscribe o queda afuera arroja consecuencias para quienes estudian, pero también para quienes ocuparán el lugar de destinatarios de las prácticas de los egresados. Esto último es clave, porque el derecho a la Universidad es un derecho de todos. La misma se sostiene con el financiamiento del Estado, y lo que sucede en todas las carreras nos concierne, porque a lo largo de la vida utilizamos los recursos médicos, de arquitectos, abogados, jueces, ingenieros, etc. 

   El Plan de Estudio se define en cada institución a partir de que existe la Autonomía Universitaria. Dicho “nuevo” Plan -en rigor, un reciclado del Plan viejo-, gano con sólo 4 votos a favor, 3 en contra (2 votos de La Masotta y 1 de Tupac) y 13 abstenciones (Alde-Pampillón-Radicalismo). Cómo podrás notar, ese elemento que ordena todo, el Plan de Estudio, es bastante precario. En aquel momento, la mayoría de los espacios de discusión fueron sostenidos por LA MASOTTA: la única agrupación estudiantil que presentó una propuesta alternativa de Plan de Estudio. 

   ¿Qué tiene de problemático el resultado del Plan actual? Principalmente vulnera derechos, porque entendemos que los que ingresan a la Universidad tienen derecho a aprender, derecho a que se los aloje, a que exista una sensibilidad política para acompañar los procesos de los estudiantes. Estos derechos son vulnerados cuando lo que se estudia no responde a una discusión académico-política, sino que se trata de un material acordado únicamente con algunos titulares de cátedra, respondiendo a los intereses políticos internos de la institución. La fragmentación del Frankestein del Plan de Estudio es tan violenta que ni siquiera cuenta con una fundamentación. Pedazos sueltos atados con tanza. 

   ¿No será que cuando no se entiende nada, más que situar la falta en los estudiantes, la tendríamos que ubicar en ese mapa que configura el Plan de Estudio -que más que dirigirse a una tierra prometida, es esencialmente el fruto de "los cargos prometidos"? El otro derecho vulnerado es el del Pueblo en su conjunto, que elige a sus representantes y acompaña y promueve políticas desde la organización de la sociedad civil. En los últimos años se han producido un conjunto de leyes que amplían y otorgan nuevos derechos: Ley de Financiamiento Educativo (sumada a la Creación de 16 nuevas Universidades Nacionales),Ley de Salud Mental, Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, Ley de Matrimonio Igualitario, Ley de prevención y erradicación de la violencia a las mujeres, Ley de Identidad de Género, entre otras. Entendemos que los efectos de estas leyes nos interpelan como futuros profesionales del Campo de la Salud Mental. Entre ellas, por supuesto, un lugar especial tiene para nosotros la Ley de Salud Mental. Esta fue complementada con la respectiva Reglamentación, junto a un Plan Nacional de Salud Mental que incluye espacios como el Consejo Consultivo Honorario de Salud Mental y Adicciones (espacio que LA MASOTTA integra en razón de un Concurso realizado en el año 2014, y como parte de la Red "Experiencia Santa Fe"). 

   Todos estos Derechos que las nuevas leyes plasman, que promueven cambios de paradigma en los modos de concebir las prácticas, debieran estar dignamente representados en un Plan de Estudio. Cuando eso no sucede, quiere decir que algo de esa Autonomía se perdió, y que han ganado lugar las pequeñas corporaciones, las minorías que sólo buscan mantener sus privilegios. 

   Entendemos que los desafíos que tenemos por delante constituyen un proyecto digno de ser llevado a cabo por todos nosotros. Por esta razón, invitaremos a todas las cátedras, a los trabajadores, a los usuarios, y a los estudiantes, a discutir nuevamente la necesidad de modificar el Plan de Estudio y discutir nuestra formación. El año pasado el Centro de Estudiantes (PCR-ALDE) no convocó a ninguna reunión para discutir estos temas con los estudiantes y, a puertas cerradas, se abstuvieron en la decisión institucional más importante de los últimos 30 años. Ojalá tengamos la suerte de Cristina, a quien ahora toda la oposición le reconoce los avances realizados, y esta Gestión del Centro, que nada hizo en el pasado, se pueda interesar por algo que atañe a todos los Argentinos. Porque LA UNIVERSIDAD ES UN DERECHO DE TODOS Y TODAS. 

   Por ello es que renovamos nuestra invitación a los Grupos de Estudio. Grupos de Estudio para rendir finales, parciales, para acompañar el cursado, para elaborar un tema, para ampliar las perspectivas de los contenidos, para que la extrañeza funcione como curiosidad y ya no como expulsión. Restituir el valor de la palabra es relanzar el interés por la construcción y discusión de un proyecto de formación, en el cual todos podamos participar y hacer uso de la misma. Es ésa nuestra apuesta, y nuestro aporte a la discusión. 

Material para el seminario de Juan Ritvo 2. Intervenciones en la revista Conjetural.

Lo que sigue son las intervenciones en el debate del "No Matarás" de Juan Bautista Ritvo, Jorge Jinkis y Eduardo Gruner en la revista Conjetural.

1-Ritvo
2-Jinkis
3-Gruner

La verdadera intemperie es la Crueldad
Juan Bautista Ritvo


Hay un mérito en la carta de del Barco, algo que no puedo negar aunque, ya se verá, discrepe muy fundamentalmente con sus principios y consecuencias.
Estamos acostumbrados a ocultar nuestras faltas tras las notorias y escandalosas faltas de los otros: madres que llevaron (o permitieron que se lleven) a niños muy pequeños a Cromañon, se exculpan acusando a las autoridades, que son, desde luego, tan responsables como los empresarios; políticos populistas o de derecha, tanto da, confusos y vocingleros, quienes jamás pudieron concebir ni la sombra de un plan económico, acusan su ausencia en el gobierno; la izquierda, que no cesa de denunciar (y con razón) los males del capitalismo, se declara irresponsable del stalinismo y del derrumbe de la Unión Soviética, irresponsable incluso del curioso destino de China, que conduce la victoria de la economía de mercado –una economía de mercado militarizada(1), cabría aclarar– bajo la dirección despiadada del Partido Comunista, y también de la dirigencia cubana (oh, los maduros muchachos nostálgicos que se enternecen con los discursos de Castro, pero no tolerarían vivir ni dos minutos en la isla, salvo como ilustres embajadores culturales), que sólo busca subsistir.
No obstante, invertir esa tendencia mediante un acto de contrición, nos deja encerrados en el mismo círculo, solo que de otro modo.
Para decirlo sintéticamente, del Barco ha pasado de un fundamentalismo(2) presuntamente concreto, pero vuelto abstracto por su teleología –me refiero al marxismo y su causa final, la sociedad sin clases–, a otro abstracto, tan abstracto que no tiene otra realización que la más concreta de las autopuniciones.
Toda la carta está fundada en reversiones perfectamente recíprocas: la dictadura cometió crímenes, sin duda horrorosos; "nosotros", los "revolucionarios", también, aunque no hayamos torturado; no se puede admitir matar a los hijos de los otros y suspender ese principio cuando se trata de los propios. Llega, incluso, a otorgarle calidad explicativa al crimen, lo que es, por lo menos, ingenuo: el Imperio Británico lució espléndido y venturoso durante siglos, sin que los feroces crímenes cometidos en la India, hubieran socavado hasta muy tardíamente las bases imperiales y por razones que no son, o al menos no lo son en primer grado, las de la criminalidad. El acento constante puesto en la relación filial, termina por reducir la política a la familiaridad, disolviendo así el horizonte histórico en una suerte de piedad que imita la piedad eclesiástica.
¿Podemos desconocer – y mi pregunta es indiscutiblemente retórica –que el vínculo filial no sólo incluye el amor sino asimismo el odio y que así la consigna "no matarás" es tan tribal como la ley del talión? ¿Podemos desconocer que "amar al prójimo" también oculta la dimensión del odio y que si amo al prójimo –como a mí mismo, agrega el texto bíblico, agregado que no es un mero agregado–, lo inundo y aplasto con mi Bien?(3)
He dicho "abstracto" y lo repito; lo repito en el sentido hegeliano: es abstracto lo huérfano de determinaciones, tan huérfano que su concreción es oscura, confusa.
Hay muchas cosas inexplicables en la historia humana, esas cosas que el racionalismo progresista ha pasado por alto, no sin sufrir su resaca: es inexplicable el fondo de crueldad que habita el corazón del hombre, pero no lo es el "no matarás", que tampoco, como lo aserta del Barco, carece de explicación precisamente porque no es fundamento de la comunidad, incluso si admitimos que "comunidad" no equivale a "sociedad".

(El recurso a cierto procedimiento retórico oriundo de la teología negativa y que consiste en repetir un término pero con signo negativo –dios sin dios, fuerza sin fuerza, ser sin ser–, cumple, en este contexto, la función de salir del paso allí donde reina la perplejidad y el temor profundo de dejar las cosas en el punto en que el saber –nuestro saber– debería entregarse a su propia descomposición; un dios sin dios sigue siendo incomprensiblemente dios, lo que equivale a la definición del dios, la fuerza sin fuerza es la impotencia de la fuerza, el ser sin ser sigue siendo, misteriosa, irreductible, inescrutablemente, ser(4) ).

Empecemos por ésto: en la Biblia, "no matarás" es una máxima tribal; lejos de ser un mandato universal e irrestricto, remite al nosotros del grupo judío, ese nosotros que se funda, como cualquier masa (y esta sí es una monótona ley universal), en la discriminación e incluso en la segregación de los otros.
"No matarás a ninguno de nosotros que se comporte como un auténtico ‘nosotros’ ".
Así no hay contradicción entre admitir el "no matarás" como norma y respetar explícitamente la ley del talión. Lo que explica por qué en el Éxodo, tras la enumeración de los mandamientos y en particular el "no matarás" (cap. 20, v. 13) hay una serie de disposiciones entre las cuales se incluye la sanción de la ley del talión –cap. 21, vs. 24/25: "ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie…"–.
En el cristianismo se elevará la prohibición a ley universal, pero una vez más estará sujeta a múltiples restricciones.
Véase por ejemplo en la Suma Teológica de Santo Tomás (Secunda Secundae, q. 64), lo que se sostiene con respecto al homicidio.
El homicidio no es ilícito cuando lo comete la autoridad – el príncipe – y recae sobre el pecador; también es lícito cuando es cometido en defensa propia.

Igualmente (ib. II,II, q. 40) es lícito dar muerte a otro en el curso de una guerra justa.
Allí formula Santo Tomás consideraciones sobre lo que más tarde constituirá –Tomás Luis de Victoria– el derecho internacional público, tradicionalmente denominado derecho natural y de gentes.
No es posible, de este modo (y aquí quiero llegar), introducir ningún precepto ético válido sin juzgar su contexto de reversión condicional; quiero decir, el sujeto de la acción ética es también y constitucionalmente el objeto de la acción conflictiva y contrapuesta de otros, como lo comprobó con humor negro extremo el propio Sade.
Toda ética que no sea agonística, toda ética que no acoja en sí y para sí el conflicto de las éticas, la tensión entre el deseo y la voluntad, el choque de voluntad con voluntad, lo concreto de hombres diferentes, diferenciados, enfrentados, y no esa insulsez de un "otro" genérico, indeterminado, apto para moral de confesionario o de campus universitario, está echada a perder en tanto sustrae mi cuerpo y el cuerpo del prójimo, lo sustrae a sus determinaciones, más singulares que específicas: el cuerpo del otro como mujer, como hombre, como explotador, como explotado, como padre, como hermano, como rival, como amante, etc.
Si rechazo ese condicionamiento –es el punto crucial de la ética kantiana–, me expongo a la más feroz de las paradojas: una vez que he decidido incondicionalmente no mentir, tengo que denunciar a la víctima inocente cuando el asesino me urja a que diga la verdad; si he decidido no matar, tendré que ofrecer voluntariamente mi cuerpo al que viene a matarme.
La moral kantiana, aplicada, puede llegar a producir monstruos, entre los que con seguridad no se contaba el propio Kant, un hombre mas bien prudente, en el sentido mundano del término: pensaba todo lo que decía, pero no decía todo lo que pensaba; lo que no le traía graves problemas con el despotismo ilustrado de su época: enseñaba las doctrinas de Christian von Wolff, el protegido de Federico II, para no contaminar su propio pensamiento y toda su vida transcurrió en una apacible convivencia con el poder terreno.
Se me dirá: ¿Entonces la ética, cada vez que entre en concurrencia con la política, estará sometida al oportunismo ambiguo de la casuística o de las normas laxas adaptables a voluntad a cualquier circunstancia?
Pero la fuerza de la ética reside en la enunciación, no en el enunciado, algo que presintió Wittgenstein; sin embargo, la búsqueda de normas éticas tan claras que no necesiten del equívoco de la interpretación, conduce a los ejemplos conocidos hasta la saciedad de aquellos que en la búsqueda inclaudicable del Bien arrasan con todo.
En este sentido hay más sabiduría –lo que no implica la desestimación global de la ética de Kant, sobre todo de su exigencia sin duda fundada de la primera persona como fuente de aserción moral– en la frónesis aristotélica, la que conlleva simultáneamente las ideas de entereza o serenidad, rectitud, prudencia (en el sentido del reconocimiento de los límites y ya no de la mera cautela) y sagacidad, o capacidad para captar de golpe, rápidamente, lo esencial de una situación dada. Es decir: sentido del momento oportuno: kairós.
Nos llevaría muy lejos discutir tales cuestiones; baste decir, por ahora, que el abismo entre lo universal, objeto de sophia, y lo particular –la frónesis es disciplina de lo particular(5)– no puede ser colmado apodícticamente y que no hay norma ética alguna que pueda quedar al abrigo de los equívocos de la interpretación, lo cual no quiere decir que estemos sujetos al oportunismo o a la hipocresía e incluso a las ambigüedades canallescas, porque hay o debe haber principios, con seguridad, mas ellos desaparecen absorbidos por la frónesis de lo singular para reaparecer bajo formas constantemente cambiantes, aunque siempre reconocibles.
Que desaparezcan no quiere decir que no existan sino que son, a la vez, necesarios e insuficientes: el tiempo y las circunstancias de cada situación imponen límites que desbordan las previsiones, instrumentos y preceptos genéricos, aunque sólo con estos es abordable de modo inicial y terminal: empezamos con los principios y retornamos a ellos pero de otro modo, y ese modo sigue siendo, como diría el Estagirita, el modo de la contingencia.
Para volver a lo más inmediato, diría que no puedo elevar el "no matarás" a principio universal e incondicionado porque hay ocasiones en las que, siempre y cuando la muerte no sea ella misma el objetivo final buscado, la muerte de hombres es un mal necesario.
Tal el caso de las guerras justas y en particular las guerras contra el invasor.
Y si alguien menciona el principio kantiano de no tomar a los hombres como medios para el cumplimiento de fines, puedo decir lo que ya a esta altura es claro, clarísimo, aunque convenga enfatizarlo: el principio de no tomar a nadie por medio, nos hace a mí y a cuantos estén conmigo rehenes impotentes de cuanto canalla esté (pero, ¿hay alguno que no lo esté?) liberado de esta constricción.
No ignoro los límites de la posición que tomo. Por ejemplo, he mencionado la expresión “guerra justa”, uno de los temas favoritos del derecho natural y del derecho internacional positivo; uno de los temas que muestran cómo es imposible fijar de antemano y de una manera unívoca cuál es una guerra justa y cuál no lo es, aunque me esfuerce a la manera de Santo Tomás por distinguir y distinguir y distinguir.
No obstante, sí creo que hay un principio que puede formularse de manera general, un principio cuya excepcionalidad debe pensarse a la manera de Lacan; no una mera excepción a una regla, sino la excepción que por excepcionalísima funda los límites y los alcances de esta misma regla. Me refiero a la crueldad, no mencionada entre los mandamientos –quizá porque le estaba reservada al dios tribal llamado El Sadday o Elohim o Yahveh–, ni tampoco mencionada por Del Barco, aunque la haya evocado al mencionar el horror de la tortura.
Pero debe ser un principio que entre en tensión con lo que es sin ignorarlo, como suele hacer la actual filosofía política, la que cree que por usar palabras grandilocuentes – “utopía”, “deber ser”, etc– puede desentenderse livianamente de lo que es, de lo que los clásicos llamaban “naturaleza humana”, vocablo que podemos retener no para oponerlo simplemente a la cultura o a la historia en un esfuerzo sin duda trivial, sino para mostrar que hay en el hombre fuerzas irracionales cuya presencia puede medirse en sus efectos y causas secundarias sin que podamos, no obstante, reducir su causa última.
No hay duda de que la miseria y el despotismo acicatean la crueldad humana; no obstante, ella está presente en todas las épocas y en todos los contextos posibles. Podemos, en este sentido, trazar un arco desde el niño que por curiosidad arranca una a una las patas de la langosta hasta que al fin, aburrido, aplasta al insecto, hasta las prácticas institucionalizadas de tortura, trayecto en el cual hay indudablemente cambio de niveles, de valores y de significación, pero asimismo la sorprendente continuidad de un estigma tan palpable en su presencia como invisible en su raíz.
La suprema tentación: tener al otro en un puño y ser, aunque sea por un instante, dueño de su existencia.
Neutralizarla: la ética sólo puede aspirar a eso; eliminarla es un objetivo que nos llevaría de vuelta a la crueldad del Amo que cree saber perfectamente cuál es el Supremo Bien.
(Sabemos cuáles son los medios <insuficientes> para neutralizar ya no la mera violencia sino la crueldad, que es el goce de y por la violencia; desde condiciones de vida dignas<la palabra “dignidad” me parece insustituíble> hasta lo que en psicoanálisis llamamos “sublimación”, que no es ajeno a la transformación de las fuerzas destructivas en comienzo de objetivación y exterioridad; medios que, por supuesto, no se ubican en el mismo nivel ni poseen el mismo alcance, ya que el segundo sólo se puede ejercer con respecto a uno mismo. No menciono los ideales porque ocupan una posición en extremo equívoca, ya que si es cierto que una cierta saturación simbólica de los ideales sociales suele neutralizar la violencia y la crueldad de los grupos, una presencia excesiva de ellos, prácticamente imposible de balancear de antemano, puede conducir y de hecho ha conducido al ejercicio de la crueldad masiva.)
De otra parte, cuando apela a la sacralidad del hombre, ¿no es evidente que se lo mata no a pesar de que sea sagrado, sino justamente, porque lo es?
(Conclusión provisoria: sería mejor, mucho mejor, desacralizarlo.)
Y asimismo: hacer del “no matarás” un imposible que “es lo único posible”, además de consagrar como principio a la mistificación de la impotencia, confunde las cosas: es totalmente diverso mostrar a lo imposible como límite de toda acción posible, de superponerlo inmediatamente, de una manera renegatoria, con lo posible.
Todo lo cual conduce a una conclusión provisoria, que es el reverso de una crítica a Del Barco.
Aunque éste no ignora la diferencia entre el general Menéndez y Santucho, aunque, de modo particular, no desconozca la diferencia entre matar y torturar, juzga a los crímenes de ambos como especies de un mismo género; por lo contrario, creo que hay una diferencia irreductible entre dar la muerte al enemigo y torturarlo, por más repugnancia que pueda inspirarnos la primera actitud.

II
Pero no quiero utilizar estas consideraciones inevitablemente generales para eludir una definición con respecto a la violencia guerrillera argentina.
La guerrilla, en sus dos vertientes –la peronista y la marxista–, es heredera de ciertas características muy marcadas en la intelectualidad argentina que por convención llamamos “progresista”, las que provienen, en el fondo pero visibles para quien esté dispuesto a ver y escuchar, de esa tradición bien nominada como “despotismo ilustrado”. La socialdemocracia alemana la encarnó a la perfección con su partido burocrático de políticos profesionales inflamados por el culto a la ciencia positivista, y el leninismo, como es bien sabido, pese a sus críticas al ‘reformismo’ no innovó en este punto.
Y no hablo, si me refiero a nombres propios locales, ni de Aníbal Ponce ni menos de Juan B. Justo, sino de Ingenieros e incluso de Lugones, a quien seguramente nuestra intelligentzia no reconoce como uno de sus ancestros; a este último(6), es notorio que ha llegado y llega a execrarlo con sospechosa pasión. Es que a la izquierda criolla le repugna su espejo: la voluntad –habría que decir la extrema obcecación de la "voluntad revolucionaria"– de conducir los destinos del país desde la clarividencia, una clarividencia que sin oximoron podemos bien llamar ciega porque se nutre de la creencia de que se ha captado la raíz última de las cosas; –así todo se torna fatalmente despótico y hasta apocalíptico. En este punto la "pedagogía" puede terminar, fácilmente, en la pendiente del asesinato, no sin antes frecuentar la inquisición de la llamada "autocrítica" indudablemente suicida.
Desde luego, aquella época, la de la guerrilla era, aquí y en todos lados, una época redentorista. La actual, según nos alejamos de esos años, es –para decirlo de alguna manera–, realista, resignada y para algunos cínica; pero igualmente, en la medida en que a veces la caída de los ideales suele aportar cierta lucidez suplementaria, podemos apreciar cosas como el asesinato de Aramburu a manos de los Montoneros, ceremonia horrorosa que no sólo muestra, a través de la admiración por el general, la identificación con el enemigo cuyas virtudes se asimilan canibalísticamente, sino la clase de guerra que esperaba el grupo subversivo.
Pero no; ellos, junto con las FAR y el ERP, inflamados todos por la niebla redentorista, heroica, fatalmente apocalíptica, desconocían que poco a poco se iban quedando solos, a merced de fuerzas represoras que contaban con la pasiva complicidad de una población atemorizada, cuando no activamente a favor de ellas, desconocían que comprometían también a otros que se oponían a la dictadura sin compartir ni su estrategia ni su táctica y que favorecían, de tal manera, el derrumbe de la frágil resistencia civil.
Lo demás, no es necesario contarlo, al menos aquí.

Juan Bautista Ritvo


NOTAS
(1) En la portada de la revista dominical de El País de Madrid (16/1/ 2005) hay una foto impresionante de obreros, enfilados y en posición rígida, de una factoría de aparatos de aire acondicionado de Changsua, mientras cantan el himno de la compañía: "Amo a nuestros clientes y cumplo sus deseos".
(2) El fundamentalismo consiste en creer que la incondicionalidad de la demanda puede ser satisfecha; o para decirlo en términos menos técnicos (psicoanalíticamente) pero más técnicos (filosóficamente): en creer que el discurso y el absoluto pueden reunirse.
(3) Acabo de leer una falacia muy corriente en esta época: "…Si puede decirse que el asesinato, el odio, designan todo lo que excluye lo cercano…" (Derrida, J. Dufourmantelle, A.; La hospitalidad, de la Flor, Buenos Aires, 2000, p. 10). ¡Es al revés! Frente al mundo bienpensante Schopenhauer y Freud tenían razón: es la proximidad, la extrema proximidad la que hace que explotemos de odio. Cuando la ética ignora al psicoanálisis y a la antropología, cuando cree que puede postular un deber ser al margen de lo que es, caemos en estas idealizaciones.
(4) Quiero decir: el mérito de la teología negativa consiste en agotar la negatividad para que aflore una positividad tan irreductible como imposible de descontar de la negatividad que la transmite sin no obstante conocerla. Que no es lo mismo que reducir la negatividad a mera fórmula que de entrada impida el trabajo del pensamiento. Ahora bien, (sólo breve y casi elípticamente puedo referirme a ello la positividad que deja entrever la negatividad no es un más, sino un menos. No está más allá, sino más acá, más acá de todo lo que puedo saber. Como si dijera, se trata (apenas) de una metáfora: contemplo el mundo, contemplo su esplendor desde desperdicios microscópicos que me sitúan sin que pueda a mi vez captarlos. La idea del dios – fuera el que fuera el probable sentido (o sin sentido) de esta expresión – puede ser ilustrada por el trabajo de arquéologos o antropólogos que intentan imaginar las toneladas de basura que han terminado por levantar el piso de las ciudades modernas, más que por los dudosos esplendores de la angelología barroca.
(5) Ética a Nicómaco, 1142ª; la expresión griega que traducimos por "particular" es kath’ hekaston, que significa "cada uno, uno por uno, cada uno en particular". Traducirla por particular, aunque esté establecido así, implica un margen de equívoco notorio, ya que "particular", en lógica significa "algunos" y no "singular", que es a lo que apunta Aristóteles.
(6) Lugones, en sus fulminantes conversiones, tuvo una fugacísima fascinación por la Revolución Rusa; luego quedó cautivado por el fascismo.



http://www.elinterpretador.net/22JuanBautistaRitvo-LaVerdaderaIntemperieEsLaCrueldad.html

Una respuesta a Oscar Del Barco
Jorge Jinkis


El camino verdadero pasa por una cuerda que no está tendida
en lo alto sino sobre el suelo. Parece dispuesta más para hacer
tropezar que para que se la recorra.
F. Kafka

Puesta en situación
Publicamos esta carta de Oscar Del Barco porque, en su extrema singularidad, enuncia una moralidad que no se limita a la reconsideración de nuestro pasado reciente, y que en sus consideraciones retrospectivas sobre la violencia, compromete nuestra historia y nuestro porvenir.
La hemos leído con cuidado, y hemos decidido no hacer un análisis del texto. Habiendo concluido con pesar que no podíamos extender el respeto que tenemos a su persona como para que alcance también a sus argumentos y razones (¿a sus motivos?: los desconocemos), nos pareció más leal conceder libertad a las pasiones que permitan una discusión política. Así pues, nuestra respuesta no se deja organizar por la ley de la interpretación y se entrega a la jerarquía, un poco desordenada, de nuestras reacciones de lectura.
Que esta discusión pueda tener lugar en una revista de psicoanálisis se volvería necesario explicarlo sólo para aquellos a quienes no les serviría ninguna explicación (cfr. nota 4). Tan sólo digamos que nos importa menos que Freud y Lacan se cuenten entre las referencias del autor, como que parece proponer la práctica de una imposibilidad. ¿Pero es tan seguro?¿Acaso practicar una imposibilidad puede confundirse con "asumir lo imposible como posible"? ¿Qué alcance tendría sustituir la función del límite por nuestras limitaciones? Entendida así, la imposibilidad se superpone insidiosamente con la función discursiva de los ideales de ayer, esos mismos que el filósofo rechaza en la hora de su arrepentimiento tras reconocer su acción devastadora. ¿Y en qué se distingue del retorno a una vieja utopía?
Hablar en yo es trivial e inevitable. Pero cuando la palabra se escribe es temible. "Yo" es una palabra que da vértigo y que fuera de la literatura, es capaz de volver vertiginosamente patética cualquier escritura. A veces tiene una función propia e interna al discurso que parece exigirla (el caso de Sartre podría ilustrarlo); otras veces, muchas, es el albergue espacioso de una personalidad voluminosa (y no se necesita que sea un psicoanalista el que deje de resistir su uso para alcanzar las cumbres de una impudicia obscena, bastaría -empobrezcamos nuestros ejemplos, con un Sebrelli). Pero no son estas las únicas circunstancias que pueden convocar a esa palabrita. La ocasión dramática elegida por Del Barco, su decisión de transmitir la potencia afectiva de un acto de contrición, y hacer la confesión de ello -como lo quería el Concilio de Trento (De sacramento Poenitentiae, cap. I)-, y además hacer pública esa confesión, ¿qué otra palabra que ese "yo" para decir lo que dice? Entonces, si para responder a esa palabra usamos la primera del plural, no es porque seamos tantos, es un poco de pudor y es otro discurso (1).

Hoy
Estamos en un tiempo en el que las conciencias intelectuales (2) han criado panza y parecen agobiadas. Ser correcto es menos un ideal que un deber, un valor vigente de diversas maneras en todas las clases sociales (que persisten, a pesar de las "multitudes", "comunidades", la "humanidad" o "el hombre", recientemente renacido).
Las izquierdas, siempre verde esperanza, entre elecciones cuidan la naturaleza; los que trabajan pagan la coima legal a San Cayetano, los piqueteros, no saben (¿no saben?) que organizan la fiesta de confraternidad con el gremio facho de los tacheros, el poder gay reivindica el derecho a formar familia, fortaleciendo a destiempo la institución religiosa del matrimonio; los artistas abandonan los atuendos bohemios por la informalidad pulcra y estudiada de los yuppies, habiendo sido aventajados por la iglesia en la invención de escándalos menudos. Los hombres... ¿qué cosa? ¿los hombres?... Y las mujeres se extenúan en la preservación de sus encantos. Nuestros jóvenes exponen sus cuerpos a los grandes riesgos de la pequeña delincuencia, a los subrogados mortales de las drogas caras, al atontamiento feliz de satisfacciones involuntarias. La vejez pudiente se siente autorizada a realizar los peores descubrimientos sobre sí misma, no sin complacencia; la otra, es abandonada a la intemperie. La cultura fusion, habrá que reconocerlo, descubre nuevas delicias en el sexo, en la comida, en la música y, a la vez, alienta el turismo que, cínico, se exhibe en las ruinas del tsunami o fotografía a los muertos de hambre de la Argentina.
¿Qué es esto? ¿Cómo llamarlo? ¿Es el lamento desolado de un moralismo que anuncia el fin del mundo? ¿Son las condiciones actuales de un renovado nihilismo que se avecina? ¿Los síntomas de un goce sin control de la especie humana? Seamos menos apocalípticos y digamos que se llama la Derrota. Se trata de las consecuencias, de una gravedad peligrosa, de una derrota. Y a una escala que concierne a Occidente.
Desatendámos ahora que haya quien puede llamarlo "victoria". En cualquier caso, es cierto, no es el fin del mundo. Pero aquí no se trata de decir que también hay muchas cosas bellas, que las hay, pero ¿a qué dolor querríamos consolar? Importa decir que se trata de una derrota (no éxito o fracaso), con sus particularidades en cada lugar, en cada tiempo. Desde siempre, en todas partes, pero cada vez según modos singulares que es imprescindible distinguir, la historia muestra que se ha impuesto un deseo poderoso, no la resignación cobarde, no la impotencia, no la debilidad, también todo eso, pero no, decimos el deseo (llamado a veces voluntad, otras pasión), el deseo de coexistir, el deseo de convivir con el asesinato de millones de personas llevado siempre a cabo con algún pretexto racional. Y también así, en nuestro país. ¿Es en este sentido extensivo que Del Barco entiende que somos asesinos, culpables, desde aquel que empleó un arma, el que apoyó la idea hasta las mil y una formas del no-querer-saber ? Si así fuera, tal vez, se podría situar en la enunciación el dolor de alma de un penitente, de uno que iluminado por la conversión, añora un tono bíblico para el lenguaje de su voz misionera. Vayamos más despacio y también más cerca del suelo.

Descubrir la culpa
Oscar Del Barco es sincero, no podemos dudarlo. Tan sincero como inauténtico. Deja hablar a su corazón hasta el extremo de afirmar que sus argumentos no son argumentos. Se dirije a todos, a cualquiera, a sí mismo. Dice que no todo es lo mismo, pero dice que todo es lo mismo. Se dirije, especialmente, a sus hermanos de creencias pasadas y les dice: somos todos responsables, todos culpables, todos asesinos. En el discurso de Del Barco, la derrota tiene otro nombre (es cierto que se lo damos nosotros): se llama Decepción. Es el nombre actual de la política abjurada, y que ahora prosigue aunque no reconocida como tal. Sí, hay una política del sentimiento, aunque se trate de una política que reniega de sí misma. El camino de la derecha lleva a la economía (es sólo la puerta de entrada); el de la izquierda goza o padece de esa economía. Y están los santos que se espiritualizan. Vienen marchando.
La culpa de quien empuñó un arma, sería la misma que la de quien simpatiza con las ideas que se armaron. Esta cadena de la culpa volvería a las organizaciones insurreccionales cómplices de los fabricantes transnacionales de armas. ¿Por qué no? Del Barco no se priva, acusa y se acusa de sus simpatías, que remontan a Lenin y Trotsky, pasan por su afiliación al partido comunista y habrían culminado en su apoyo al ERP o a sus ideas, a Castro, el Che, etc. (todos ellos, haciendo uso del lenguaje policial y cinematográfico estadounidense, catalogados como "asesinos seriales", lo cual ya indica la ausencia de todo análisis político, aunque no de una política). Ahora bien, cualquiera que demuestra ser capaz de equivocarse tanto en sus creencias durante 50 años, ¿no evidencia más bien una capacidad de inocencia ilimitada? Hay que ser extraordinariamente inocente para equivocarse tanto. ¿Tan culpable para descubrir la inocencia?
La simpatía, en efecto, existe. Una de sus virtudes consiste en la pretensión de anular la diferencia que desespera por soportar. La operación se realiza con frecuencia con la palabra "como", "como si...". Parece una comparación, pero cuando se realiza la fusión afectiva, los términos se derriten en un magma hirviente y húmedo. "Como si fuera mi hijo...", dice Del Barco. Y podemos respetarlo, ya mencionamos su sinceridad. También nosotros nos sentimos golpeados. Y cualquiera. "Como si fuera mi hijo…", pero no lo es, no. ¿Importa la diferencia? ¿Podríamos descuidarla? En un sentido sí, para que prosiga posible el pensar…, es decir, el principio del placer, o para "amar al prójimo como a uno mismo", no sin antes habernos reconocido en él. ¿Habría otra manera? Claro que sí, ¡el sacrificio existe! No obstante, en este caso la diferencia importa pues Del Barco se hace "responsable no en general", sino "responsable del asesinato de dos seres humanos que tienen nombre y apellido", aunque, es cierto, ya no podemos seguirlo, una "responsabilidad sin sentido y sin concepto...".
Apretar el gatillo. No es lo mismo la ejecución, como dice el dicho, a sangre fría, de un hombre (que siempre es hijo de otro hombre), que en caliente, apretado, hacerlo para salvar la vida del hijo. Frío, caliente, propio, ajeno. Cualidades que no agotan al sujeto, es cierto. Pero por una vez, la filosofía política podría ser menos platónica, un poco más socrática, y no ahondar el abismo que la separa de la política. Si Del Barco sostiene, citando a Levinas, "la maldad consiste en excluirse de las consecuencias de los razonamientos", esa filosofía política es precisamente mala porque se excluye de la consecuencia de su razonamiento cuando se excluye de la política (¡Ay, el filósofo que borró su dedicatoria a Husserl!).
No se trata de singularizar la guerra hasta separarla (no tan sólo distinguirla) de cualquier otra interrupción de la paz; tampoco reducirla al filicidio. A veces es la continuación de la política, a veces está en lugar de la política. Pero ni la paz ni la guerra, por sí mismas, detienen la lucha. Una derrota puede hacerlo.
("No matarás". Los imperativos universales abstractos, planteados en términos absolutos, conducen a paradojas conocidas (3). Quien no defendiera hasta la muerte, la propia, la del otro, la vida amenazada del hijo, ¿no sería un asesino precisamente por seguir ese precepto?)

Pequeños y grandes demonios
Nuestro autor afirma que toda comunidad está basada en ese mandato: "no matarás", que no viene de afuera, que constituye nuestra propia inmanencia. Pero la descripción que hace lo niega, no sé si inadvertidamente. Reformula entonces la teoría de los dos demonios: están quienes se ubican en las cumbres de la maldad, y los otros, nosotros, los buenos que también somos malos, los malos "inocentes", todos asesinos culpables del crimen mayor, el que desconoce el valor "sagrado" de la vida de todo hombre.
Será entonces necesario concluir que Del Barco nos está diciendo que el fundamento de la existencia de cualquier grupo, de cualquier comunidad, al revés de lo que cree o de lo que quiere, es un deseo asesino, un deseo de exclusión, en la que la identidad se logra por una operación segregativa.
No pretendemos retomar el viejo debate sobre la naturaleza humana aunque, admitámoslo, también para nosotros resulta audible el "no matarás". Delgado hilo que puede hacerse oír por cada uno, que cada uno puede o no ensordecerse ante los ecos retumbantes de ese trueno. En cualquier caso: no es fundamento de ninguna comunidad.
Digamos sí, que el llamado de Del Barco, el reclamo, la invocación a pedir perdón, no un perdón verbal, un perdón verdadero, el perdón que llega a la "supresión de sí mismo", es un acto suicida, es, en sus términos, un crimen, un asesinato de alma. Y este renovado deseo asesino, que se nos disculpe, está enredado eróticamente. Llega entonces el turno de nuestra propia sinceridad. Nos alegra que el mal no sea un principio absoluto, que esté enredado con diversas fuerzas dispares, lo cual hace posible establecer diferencias entre un crimen y otro, entre una muerte y otra, entre una guerra y otra. (A la subjetividad llamada individual, le resulta menos imprescindible la justificación ideológica de las maldades, no menos refinadas, a veces superfluas, gratuitas. Es nuestra experiencia de todos los días).
Nos importa subrayar el momento "platónico" del filósofo. Después de la Gran Decepción, se retira de la ciudad y funda la escuela en sus puertas…Habla de la ciudad, pero ya no está en ella. Ha abandonado la crítica política (que debiera ser severísima) de las organizaciones armadas de izquierda y, por una transferencia de culpabilidad que frecuenta a nuestra historia, colectiviza la responsabilidad.
El pobre, el triste y diseminado "por algo será", obtuvo en su tiempo (y todavía) una respuesta improcedente por situarse en el mismo plano: las víctimas eran inocentes. De esta manera se desconoce que los torturaron, los mataron, los hicieron desaparecer, no por lo que no hacían sino por lo que hacían, o porque eran amigos de los que hacían o porque eran amigos de lo que hacían (4). La protesta de inocencia se vuelve cómplice: contribuye a borrar la identidad, personal, política -es la misma-, de las víctimas (5).
Nos parece bien que Del Barco quiera rechazar esa "inocencia", pero no lo hace volviéndolas culpables. Abre la puerta a la distinción entre víctimas inocentes y culpables. Esta distinción es un triunfo enemigo, una maniobra practicada por una "fuerza de seguridad", un ejército invasor o por la política racista de un estado terrorista: si el detenido delata a sus cómplices…terminarán todos en la cárcel; si el vendedor ambulante no da los nombres de los líderes, la aldea vietcong será napalmizada, si la resistencia no entrega sus armas, el gueto será masacrado. Se trata de una estrategia que parece restarle protagonismo a la política de aniquilación y coloca en primer plano, en lugar eficiente, el dilema ético de las víctimas: desde ese momento, las víctimas deciden y se vuelven responsables de la acción enemiga.
En este sentido, Del Barco es una víctima de esta política, y quien acepta la separación sin retorno entre ética y política (6), resulta agente involuntario de la misma. ¿Y el "resto", como se dice, el resto de la sociedad? "No sabíamos -nos dice- porque no queríamos saber", como si ahora supiéramos. Pero no, regresados del terror, luego de que fueron conmovidos todos nuestros lazos simbólicos con efectos que no hemos podido prever, que persisten y que todavía no queremos saber, ¿creemos saber porque se han divulgado públicamente los crímenes, porque tenemos acceso a la narración de las torturas, porque el integrante de una organización armada relata una ejecución? Es una información indispensable, pero no es saber. Incluso, puede ni siquiera ser "información", palabra ávida de neutralidad, sino una artera reiteración minuciosa (¿morbo?) del espanto nacido en los años de terror, y que prosigue. ¿Qué es entonces saber? Lo ignoramos, pero debe incluir que podamos saber defendernos.
Se trata precisamente de construir la posibilidad de saber (multiplicaríamos aquí nuestros signos de interrogación), aún contra el no-querer saber, construyendo las condiciones que permitan el reconocimiento de lo que nos pasó, de lo que hicimos y no hicimos, y que no puede excluir la experiencia personal diferenciada, los que resistieron, que no fueron todos, los que colaboraron, que no fueron todos, incluso admitiendo que quien estuvo secuestrado, torturado, desaparecido, no puede ser entendido. Y que quien no estuvo allí, no puede entender.
No insistiremos en que la posibilidad de saber no puede ahorrarse la crítica política; tampoco en que la elección de la ética, como alternativa de la política, es un efecto de obediencia al terror.
Hay términos en el discurso de Del Barco, términos como "inenarrable", "inefable", "indecible", "inconcebible", "lo que no puede fundarse o explicarse", lo "inaudito", lo "absolutamente otro", lo "imposible", lo "sagrado", la "desmesura", que resultan indispensables para lo que parece su empresa: la construcción de una teología atea (como lo piensa para Witggenstein), o una teología quebrada (Ricoeur). Términos que derivan de filiaciones teóricas diversas -Bataille, Witggenstein, Hölderlin, Blanchot, Schelling, Levinas, Macedonio Fernández, y otras más lejanas-, términos que buscan los confines de un lenguaje, cerca de los márgenes del silencio y de la locura, pero que encuentran en las reformulaciones del autor, la áspera singularidad de su voz.
La intemperie sin fin, El abandono de las palabras, Exceso y donación, no son sólo títulos de algunos libros (7); indican el rumbo sugerente de una vida seria, pero lejos, muy lejos de la cuerda pedreste de nuestro epígrafe. No nos parece que la "sabiduría" sea hoy una alternativa accesible. La verdad es también para nosotros un requerimiento inclaudicable. Pero que constituya la base, como lo manifiesta su deseo, de la salvación, no es una esperanza en la que podamos acompañarlo. Tampoco es la perdición. Es una oportunidad perdida.

Jorge Jinkis



Notas
(1): Dejaremos que el "yo" se disuelva en nombre propio, y se nos permitirá confundir el uso y la mención del nombre propio, desde ahora nombre del discurso que discutimos, nombre de la palabra que la carta deja oír.
(2): Término, cuya arrogancia comprende una nota de ironía que incluye ante todo al que lo usa.
(3): En otro texto, Del Barco parece citar (y consentir) el Kant con Sade de Lacan. Cómo asentir con ese análisis y sostener los fundamentos filosóficos de esta carta, es para nosotros una intriga irresuelta. En cuanto a nuestro modo de entender, podemos atenernos al trabajo de E. Carbajal en Conjentural 4.
(4): Para la matanza, cualquier matanza, se prepara a la sociedad construyendo el rasgo de exclusión que terminará justificándola. Sólo a modo de breve ejemplo, podría recordarse algunas afirmaciones del general Acdel Vilas, comandante del operativo "Independencia" en Tucumán, quien incluía entre las causas de la subversión, a "la cultura, que era verdaderamente motriz…si los militares permitíamos la proliferación de elementos disolventes, -psicoanalistas, psiquiatras, freudianos, etc.- soliviantando las conciencias…estábamos perdidos…De ahí en más todo profesor o alumno que demostrase estar enrolado en la causa marxista fue considerado subversivo y, cual no podía ser de manera distinta, sobre él cayeron las sanciones militares de rigor". Cfr. Memoria debida, de J.L. D’Andrea Mohr, (Colihue, Bs. As., 1999), citado en Seis estudios sobre genocidio, de Daniel Feierstein, (Eudeba, Bs. As. 2000), libro al que debo esclarecimientos que aprecio.
(5): "Que la palabra "víctimas" no vaya a evocar no sé qué humanismo llorón" (Sartre).
(6): La necesidad de sostener al Otro por un principio que trascienda la experiencia, lo lleva a Levinas a la construcción del "Absoluto-Otro". Es el nombre, que se quiere no religioso, de Dios. La ética desaloja a la política, para satisfacción de la paz, civil, blanca, cumbre de la tolerancia y el respeto por las diferencias. Que se nos entienda, no hacemos responsable a Levinas de las múltiples derivaciones laicas de este dispositivo abstracto, aunque no deja de tener una conexión histórica con el conservadorismo político de ex –revolucionarios y progresistas de antaño (Jonas y cia.). Hay también quienes lo usan para huir de la política y se ven reconducidos al infierno de las cruzadas: cómo respetar al diferente cuya diferencia consiste precisamente en no respetar las diferencias.
(7): No es la ocasión de un análisis de los textos de Del Barco; sólo hemos conservado cerca, aunque nos hemos privado de citar, los publicados en la revista Nombres, n° 7 y 18, Córdoba, Argentina.


http://www.elinterpretador.net/22JorgeJinkis-UnaRespuestaAOscarDelBarco.html

Carta abierta a Jorge Jinkis y Juan Ritvo
Eduardo Grüner


(...) Para que la Totalidad se manifieste al
desnudo y revele en ese instante final que ella
es muy simplemente la Nada, hacen falta tantos
esfuerzos, tantos cuidados, tantas prevenciones,
que el Mal radical termina siendo no más que una
designación ética de esta otra norma absoluta,
la Belleza.
J. P. Sartre: L’Idiot de la Famille , III
Queridos Jorge y Juan:
Elijo este género y estilo, el de Carta Abierta, para –no niego que con una pizca de disculpable oportunismo- sustraerme lo más rápidamente posible al dilema imposible de la primera persona al que alude Jorge. El género y estilo no sólo lo autorizan, sino que lo exigen. De todas maneras, la primera (persona) no será la última, ni la única. Se verá aparecer, seguramente, aquí y allá, a la primera en plural (muy poco mayestático) y a la tercera "el que esto escribe", o algún similar eufemismo. Son posiciones diferentes –que desde luego no es mi intención teorizar–: la primera singular compromete más algún imaginario identificatorio, la primera plural a algún imaginario grupal, la tercera a algún intento de distanciamiento, que corresponderán (imperfectamente) a distintos momentos, o lugares, de la enunciación. Sea como sea: el género es también una cobertura para usar, incluso abusar de, la indudable ventaja que ustedes me han dado, al hacerme conocer sus propios textos antes de que yo me sentara a escribir el mío. Lo cual me permite, ante todo, ahorrar tiempo. Y empezar por decir que, en general y en principio, podría suscribir casi cada coma de lo que ustedes han escrito con mucha mayor contundencia de la que yo me siento capaz de ejercer ahora (no es que esto me sorprenda: si Borges se enorgullecía de lo que había leído, yo –más modestamente, como corresponde- siempre me he enorgullecido de saber elegir a mis amigos). "Casi cada coma", escribí hace un momento, tan sólo como cláusula preventiva: biografías diferentes producen, sin remedio, efectos de lectura donde también pueden aflorar pequeñas diferencias (sin narcisismos mayores). Pero ya hablaremos de eso, lo secundario.
Abordo al sesgo la cuestión: decidir "no hacer un análisis del texto" me parece, como estrategia y como posición ética, irrefutable; en efecto, sería demasiado fácil, en ese presunto "análisis textual", señalar, incluso subrayar hasta con algún sarcasmo, inconsistencias lógicas –no digamos ya retóricas- de los enunciados de Del Barco, y él no merecería ese recurso fácil. No quiere decir que de los textos de ustedes dos no se desprendan, de manera a veces demoledora, esos señalamientos. A lo cual tienen, desde ya, perfecto derecho: Del Barco no ha hecho una confidencia personal, ha producido un documento público, con los riesgos –corajudamente asumidos por él, hay que decirlo– que conlleva esa decisión. Es fuerte, es cierto, decirle a alguien que es un escritor que el respeto que merece como persona no puede extenderse a lo que escribe. Y quizá hubiese sido necesario escuchar, o leer, a alguien que defendiera las mismas posiciones que Del Barco, que lo debe haber, aunque quizá menos dispuesto a publicar sus desgarramientos. Pero, insisto, el blanco que ustedes eligen no es la escritura del autor, es decir estrictamente la estructura lógico-retórica o estilística del texto originario, sino la política (ya que la renuncia a la política no es su ausentamiento, como bien recuerda Jorge) que emerge como efecto de esa "estructura". Como hubiera dicho Beckett, a veces hay que buscar una férrea insignificancia del lenguaje para que pueda aflorar, aunque fuera fantasmalmente, la cosa (o la nada) a la que ese lenguaje no podría llegar. Es una dificultad enorme, pero que, en efecto, no se resolverá con los universales abstractos del espíritu, sean más o menos místicos, racionalistas kantianos o lo que fuere. Tampoco con el silencio amparado en la indudable verdad de que no pueda decirse todo. Mucho menos con el llamamiento, inevitablemente ambiguo, a un acto de contrición. Aunque no sea del todo elegante, no puedo evitar recordarles que hace tiempo intenté escribir algo al respecto, en esta misma revista, a propósito de otras "confesiones" (ciertamente muy alejadas, ética y políticamente, de las de Del Barco, aunque ahora él se empeñe en incluirse en un conjunto de "todos asesinos" en el cual no puede obligarme a que yo lo inscriba a él, no digamos a mí mismo). Sería imposible ahora reproducir aquellos argumentos: baste recordar una de las conclusiones (que sigo sosteniendo, hasta que cambie de idea), a saber, que es sumamente borrosa la frontera entre el que enuncia públicamente un acto de contrición, y el "confesor" que nos pone a todos en el banquillo de los acusados-pecadores, no digo para disolver su propia culpa (o lo que siente como tal), sino para hacer efecto de masa con ella. Es una variante de lo que vos, Jorge, decís inmejorablemente: al final, son las víctimas –yo no lo soy: estoy retorizando– las que tienen que cargar con el peso de la prueba. Algo muy distinto –y harto más complejo, desde ya- es un acto de abjuración. Es decir, y simplificando: hice lo que hice, sabiendo o creyendo saber lo que hacía, convencido de que había que hacerlo; no puedo, por lo tanto, arrepentirme en sentido estricto: porque lo hecho, hecho está –tuvo sus efectos, en los que necesariamente tengo que reconocerme–, y porque en su momento estuve de acuerdo con lo que hice, no puedo ahora negar ese acuerdo que ejercí entonces, e incluso puedo pensar que bajo las mismas circunstancias volvería a hacer lo mismo. Y sin embargo, abjuro de lo que hice. Insisto: no me "arrepiento", no hago "contrición", sino que condeno en mí mismo ese no-arrepentimiento y esa no-contrición que se me han vuelto inevitables. Por lo tanto, empiezo por admitir –sorteando la tentación del pecado de soberbia– que no soy un completo Demonio, así como no puedo ser un Santo.
La dificultad más grande, por supuesto y como siempre, es que Del Barco dice muchas verdades (aunque coincido en que a veces "inauténticas"). O, mejor: que las cosas que hay por detrás de lo que dice contienen –permítanme cierto adornismo- muchos momentos de verdad. El problema, el conflicto irresoluble –que sólo un discurso mítico, en sentido lévistraussiano, podría liquidar-, es que esos momentos "objetivos" pasan al discurso con semejanza de Todo (¿a qué Totalidad mayor que el "no matarás" podría aspirarse, aún teniendo en cuenta el acertado recordatorio de Juan a propósito del carácter tribal de esa máxima?). Esa es la política –y antes: la ideología- de tales "momentos de verdad". Una política, una ideología, que no queda más remedio –el lenguaje no siempre es una ayuda, en efecto- que nombrar como –hoy, ahora- liberal. No es un insulto, no es mero ánimo peyorativo y querellante: es un intento algo tartamudo de ponerle nombre a la política que apuesta a un "somos todos iguales", a un "sostener lo imposible como posible" de curiosas resonancias sesentiochescas (y que es el colmo de lo que solía llamarse el posibilismo : equivale a dejar todo como está, puesto que, claro, lo imposible imposible es, aunque se lo sostenga), o a un fundar la comunidad humana sobre la paz y la armonía a pesar de que se dijo, un momento antes, que la historia es historia de dolor y de muerte. Cualquiera tiene derecho a creer en los milagros (y, si tengo tiempo, quisiera volver sobre el tema de la creencia). Pero ya no tanto en la ilusión de que por un acto de voluntad individual esa historia de dolor y de muerte ya fue (como diría la jerga juvenil, o alguna hipótesis japonesa sobre el fin de la historia), como si no siguiera siendo. Hay, quiero seguir pensando, "tendencias objetivas" que diferencian posiciones ante la historia, por más actos de contrición que forcemos a la historia a escuchar.
Lo cual me lleva a una "pequeña diferencia" –como la llamábamos más arriba- con Juan. Y ya se verá enseguida, espero, que lo que realmente me importa no es esa diferencia, casi despreciable frente a los profundos acuerdos, sino lo que de ella pueda servirme para empujar el razonamiento. No hace falta ser marxista (ese ser o no ser es una forma de la duda hamletiana que, en verdad, nunca desveló al que esto escribe) para afirmar enfáticamente que el marxismo –el que nos interesa, como hubiera dicho Ramón Alcalde, puesto que hay muchos- no es necesariamente ni una teleología, ni un fundamentalismo. No se puede confundir "teleología" con el análisis, acertado o equivocado, de aquéllas "tendencias objetivas", ni "fundamentalismo" con la búsqueda de fundamentos (teóricos, prácticos, incluso "existenciales") para pensar en, y actuar sobre, la historia (negar esto último nos llevaría, rápidamente, al nihilismo postmoderno). Teleología y fundamentalismo es lo que aparece cuando uno confunde los propios deseos y, sí, creencias, con esas "tendencias objetivas". Que es, por supuesto, lo que en buena medida hicieron en su momento las susodichas "formaciones especiales" (y ahí tiene toda la razón Del Barco, aunque no lo diga con estas palabras, y aunque su actitud de hoy –la que puede discernirse en el texto de marras: sólo hablo de eso- sea esa misma, desde otra enunciación).
Los dos temas –el de que tampoco dentro del marxismo es todo lo mismo, y el de la transformación del propio deseo en fundamentalismo teleológico- se vinculan. Tratamos de explicarnos, otra vez por un sesgo: siendo de nuevo muy poco elegante, el que esto escribe escribió, a propósito del atentado del 11 de septiembre, que aunque los dos únicos muertos de ese atentado hubieran sido el presidente Bush y el director de la CIA, ese hecho debía ser inequívocamente condenado, por razones éticas y políticas. Otra vez, no puedo repetir aquí toda la argumentación que conducía a esa afirmación aparentemente extemporánea. La cito, simplemente, para dejar claro lo más rápidamente posible en qué "marxismo" –si es que en alguno- podría reconocerme. Es el mismo que hizo que muchos, en las famosas décadas del 60 y 70, estuviéramos en contra de la política de las "formaciones especiales" –también por razones éticas y políticas- sin que sintiéramos que por ello estábamos, no digamos a la derecha, sino siquiera de algún lado "reformista" (como calificábamos por ejemplo a ese PC al cual nunca se nos pasó por la cabeza acercarnos precisamente porque sabíamos bastante, créase o no, sobre el estalinismo y los gulags, y por supuesto sobre el asesinato de ese Trotsky que en el texto de Del Barco aparece como uno de los asesinos seriales y, casi a renglón seguido, como víctima de otros asesinos seriales: ¿se trata, acaso, no de posiciones políticas , sino de una sangrienta "interna" dentro de la serie ?(1) ). Y que hoy, en la inmensa mayoría de los casos, cuando se habla de los 60 / 70 se hable solamente , o principalmente, de las "formaciones especiales", de la guerrilla y la lucha armada, del enfrentamiento entre dos "ejércitos" (fueran o no igualmente demoníacos, según una simétrica teoría del "equivalente general" inventada por un escritor bastante lamentable), y no por ejemplo del Cordobazo (por sólo nombrar una de las otras políticas que entonces se pusieron en práctica), eso también es un síntoma de la Derrota a la que se refiere Jorge. No es, no hace casi falta aclararlo, que quienes adoptaron esa posición fueran particularmente clarividentes o lúcidos (además, eran tan jóvenes...): simplemente eligieron, tomaron partido -que, como la palabra lo indica, es una parte y no el Todo- por cosas como la organización democrática de masas y en contra de la pequeña vanguardia iluminada y "sustituista"; o por cosas como la solidaridad con los luchadores y en contra de ese pasaje a la clandestinidad entre gallos y medianoches que dejó inermes, entre otros, a muchos delegados sindicales "de superficie" que (véanse las estadísticas, si es que importan) devinieron la mayoría de las víctimas de la primera oleada represiva. La palabra "asesinos" (y mucho más "seriales") se la dejaremos al que quiera usarla, que no somos nosotros, ya que ese deslizamiento a la jerga periodístico-policial lo consideramos profundamente despolitizador, cuando menos. Pero no tenemos ningún inconveniente –lo hicimos otras veces, y por escrito- en calificar a esa política de "objetivamente" criminal.
Ahora bien: "objetivamente criminal", ¿necesitamos decirlo? no puede ser lo mismo (no es que uno no quiere que sea lo mismo: algo en el orden de lo real no lo permite) que "asesino serial". Matar está siempre mal, de acuerdo –admitamos por un momento ese universal abstracto, fingiendo que olvidamos lo que dice Juan sobre la ocupación extranjera, que adoptamos la política gandhiana, etcétera-: pero salvo caída en lo que insinúa Sartre (2), en nuestro epígrafe, a propósito de una absolutización estetizante del Mal, hay que reconocer –cualquier código penal, "burgués" o no, lo hace, no digamos ya cualquier religión- que el Mal tiene grados. Cualquier igualación u homogeneización desprovista de determinaciones (y no hacemos más que parafrasear la continuación de ese epígrafe) tiende a transformar la multiplicidad violenta y abigarrada del presente –de lo que fue, tanto para Del Barco como para nosotros, nuestro presente- en un insustancial y eterno Vacío sin cualidades.
Lo que estamos diciendo es algo harto elemental: no puede ser lo mismo asesinar (porque es un asesinato, y no nos cansaremos de repetir que ética y políticamente condenable, aunque las circunstancias parezcan obligarlo) a un comisario general, a Bush o al jefe de la CIA, que planificar un genocidio. Para esto último se necesita –o al menos, se necesitó casi siempre en la historia- tener el poder del Estado; y, éticamente (en el sentido de una ética objetiva, no de la moral personal) y políticamente, no es lo mismo matar teniendo el poder y los instrumentos "legales" del Estado que no teniéndolos. Por eso -y no por sus psicologías individuales, que no vienen al caso- no son lo mismo los cuatro nombres (y podrían ser muchos más) que da el autor, que Videla y Cía. (y obsérvese que ni siquiera mencionamos la diferencia entre matar por la creencia en un mundo mejor y matar por conservar, o empeorar, este, lo cual nos llevaría a un debate interminable, y posiblemente irresoluble, sobre la dialéctica medios / fines).
Pero incluso tomando uno solo de los "bandos", tampoco es lo mismo –y somos conscientes de que nos metemos aquí con una cuestión delicadísima- dos de los nombres que el texto menciona que los otros dos (y no somos nosotros, sino Del Barco, quien ofrece esos nombres que no forman, ni lo hicieron nunca, parte de nuestro panteón personal). Quiero decir –aunque suene impertinentemente "romántico"- que no es lo mismo morir en combate que seguir viviendo para hacer lo que hicieron algunos jefes "sobrevivientes" de las "formaciones especiales". No se trata de la muerte en sí misma, que no es garantía alguna de dignidad, mucho menos de tener razón; se trata, simplemente, de que de los primeros ya no podemos saber cuál hubiera sido su conducta posterior, de los otros lo sabemos perfectamente. Y no hace falta aclarar tampoco que no estamos proponiendo ninguna purificación por el combate –tanto menos por esa política combatiente de la cual en su momento estuvimos en enfático desacuerdo-. Sólo estamos apelando a una diferencia fundamental, que una vez le escuchamos hacer a Jorge, entre un héroe y un hombre serio. Y a otra diferencia fundamental, entre ellos dos y un canalla. Si no hay esa diferencia, si en el fondo son todos iguales (¿que se vayan todos? ¿que no quede ni uno solo?), no hay posibilidad de política en serio , y entonces ganaron los canallas. Porque, la política es, en cierto modo, una Totalidad: no tiene lado de afuera, tiene horror al vacío. La que no hagamos nosotros –sabiéndolo o no- la hará alguien, y tendremos que soportarla sin pataleos. Por lo tanto, hacer política es precisamente identificar diferencias en el interior de esa Totalidad. No estamos hablando de militancias partidarias, de "compromisos" cotidianos: escribir y publicar, al menos como lo hacen Del Barco y ustedes dos, es hacer política en el más estricto sentido: interpelar a la polis, aunque parezca que ella responde con desgano. Se puede, en forma individual y subjetiva (tan individual y subjetiva como un acto de contrición, si bien se trata de una subjetividad "inauténtica", ya que se la pone por escrito(3) ) renunciar a la política. Lo que no se puede –so pena de precipitarse en la estetización de la política de la que hablaba Benjamín, o en la promoción a rango de Belleza Eterna del Mal radical sartreano- es pretender que esa renuncia se transforme, para los "todos iguales", en el reino de la Armonía universal conquistado a fuerza de actos contritos. Se puede –y se debe- reflexionar sobre el tristemente conocido hecho de que las revoluciones llevan injertados los gérmenes del Terror, que hacen siempre necesarias otras revoluciones (o reacciones, según el caso). Lo que no se puede –y no es que no se deba: sencillamente no se puede – es incurrir en la creencia (algo bien distinto, se sabe, de la muy respetable fe auténticamente religiosa) de que aquella comunión ecuménica de los arrepentidos y contritos evitará que los condenados de la tierra vuelvan a empezar cada vez, aún a riesgo de cometer errores "criminales". Y, finalmente, para (no) decirlo todo: se puede –y, en ciertas circunstancias, se debe- evocar, exhibir, poner en cuestión, los propios fantasmas, incluso los que se presuponen de toda una generación. Lo que no se puede –ni se debe- es pretender, tampoco aquí, que sean iguales para todos.
Los saluda fraternalmente,
Eduardo Gruner


NOTAS
(1) No puedo evitar, aquí, la tentación de la ironía: ¿Por qué, en la "serie asesina" de Del Barco, no figura Marx? ¿O es que acaso haber sido "mal interpretado" exime al máximo teórico de las revoluciones modernas de la responsabilidad de haber dado lugar a las malas interpretaciones? La respuesta es, desde ya, obvia: la Historia (malgré los neo-historicistas / neo-retóricos / neo-hermenéuticos "post" a la Hayden White et al) no es solamente una cuestión de interpretación.
(2) Es notable y sugestiva la manera en la cual, en este intercambio, insiste el nombre de Sartre: ¿es un mero efecto de este "año sartreano" en el que hemos entrado? Quisiera pensar que hay algo más: años más años menos, y cualesquiera sean las referencias "generacionales" que hace Del Barco a los que podrían ser sus "hijos" (un tema que merecería todo un número de la revista sobre cierta ligereza en la adjudicación de paternidades y filiaciones), no cabe duda que nuestra generación, para bien o para mal, es inevitablemente "sartreana". Es la generación que no pudo menos que verse obligada a discutir, tarde o temprano, el dilema de "las manos sucias", o la dialéctica de la violencia del prólogo a Fanon. Como se dijo en otro siglo de Spinoza, todos tuvimos, sin remedio, dos filosofías: la nuestra (fuera cual fuera) y la de Sartre. O, parafraseando a un ex presidente argentino: sartreanos... somos todos.
(3) Insistamos, pues, con Sartre: "Se escribiría para arrancarse a lo subjetivo: pero ¿cómo hacerlo, si no porque uno ya ha empezado por tomar distancia de él? La exteriorización de la singularidad ya la convierte en universal-singular". Y, unos párrafos más adelante, algo que en el contexto de esta discusión debería resultarnos (ahora sí: a todos) por lo menos inquietante: "La universalización mórbida es aquí falsamente objetiva, y no puede engendrar ni regla ni contenido: a lo sumo puede, para halagarse, producir relatos simbólicos y sadomasoquistas, donde todo está ya arreglado para mostrar el vicio recompensado o la virtud castigada".


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