miércoles, 9 de septiembre de 2015

Veblen, material del seminario de Jorge Gómez "Sujeto y Economía"

THORSTEIN VEBLEN

TEORÍA DE LA CLASE OCIOSA



I. Introducción

La institución de una clase ociosa se encuentra en su máximo desarrollo en los estadios superiores de la cultura bárbara por ejemplo, en la Europa feudal o el Japón feudal. En tales comunidades se observa con todo rigor la distinción entre las clases; y la característica de significación económica más saliente que hay en esas diferencias de clases es la distinción mantenida entre las tareas propias de cada una de las clases. Las clases altas están consuetudinariamente exentas o excluidas de las ocupaciones industriales y se reservan para determinadas tareas a las que se adscribe un cierto grado de honor. La más importante de las tareas honorables en una comunidad feudal es la guerra; el sacerdocio ocupa, por lo general, el segundo lugar. Si la comunidad bárbara no es demasiado belicosa, el oficio sacerdotal puede tener la preferencia, pasando entonces el de guerrero a ocupar el segundo lugar. En cualquier caso, con pocas excepciones, la regla es que los miembros de las clases superiores -tanto guerreros como sacerdotes -estén exentos de tareas industriales y que esa exención sea expresión económica de su superioridad de rango. La India brahmánica ofrece un buen ejemplo de la exención de tareas industriales que disfrutan ambas clases sociales. En las comunidades que pertenecen a la cultura bárbara superior hay una considerable diferenciación de subclases dentro de lo que puede denominarse -en términos amplios -la clase ociosa; hay entre esas subclases una diferenciación paralela de ocupaciones. La clase ociosa comprende a las clases guerrera y sacerdotal, junto con gran parte de sus séquitos. Las ocupaciones de esa clase están diversificadas con arreglo a las subdivisiones en que se fracciona, pero todas tienen la característica común de no ser industriales. Esas ocupaciones no industriales de las clases altas pueden ser comprendidas, en términos generales, bajo los epígrafes de gobierno, guerra, prácticas religiosas y deportes.
En una etapa anterior, pero no la primera, de la barbarie, encontramos la clase ociosa menos diferenciada. Ni las distinciones de clase ni las que existen entre las diversas ocupaciones de la clase ociosa, son tan minuciosas ni tan intrincadas como en los estadios posteriores. Los isleños de la Polinesia ofrecen en términos generales un buen ejemplo de esta etapa, con la salvedad de que -debido a la ausencia de caza mayor -la profesión de cazador no ocupa en el esquema de su vida el lugar de honor habitual. La comunidad islandesa de la época de las sagas ofrece también un buen ejemplo de este tipo. En tales comunidades hay una distinción rigurosa entre las clases y entre las ocupaciones peculiares a cada una de ellas. El trabajo manual, la industria, todo lo que tenga relación con la tarea cotidiana de conseguir medios de vida es ocupación exclusiva de la clase inferior. Esta clase inferior incluye a los esclavos y otros seres subordinados y generalmente comprende también a todas las mujeres. Si hay varios grados de aristocracia, las mujeres de rango más elevado están por lo general exentas de la realización de tareas industriales o por lo menos de las formas más vulgares de trabajo manual. En cuanto a los hombres de las clases superiores, no sólo están exentos de toda ocupación industrial, sino que una costumbre prescriptiva lo descalifica para desempeñarlas. La serie de tareas que tienen abiertas ante sí está rígidamente definida. Como en el estadio superior de que ya se ha hablado, esas tareas son el gobierno, la guerra, las prácticas religiosas y los deportes. Esas cuatro especies de actividad rigen el esquema de la vida de las clases elevadas y para los miembros de rango superior -los reyes o caudillos - son las únicas especies de actividad permitidas por el sentido común o la costumbre de la comunidad. Cuando el esquema está plenamente desarrollado, hasta los deportes son considerados como de dudosa legitimidad para los miembros de rango superior. Los grados inferiores de la clase ociosa pueden desempeñar otras tareas, pero son tareas subsidiarias de algunas de las ocupaciones típicas de la clase ociosa. Tales son, por ejemplo, la manufactura y cuidado de las armas y equipos bélicos y las canoas de guerra, la doma, amaestramiento y manejo de caballos, perros, halcones, la preparación de instrumentos sagrados, etc. Las clases inferiores están excluidas de estas tareas honorables secundarias, excepto de aquellas que son de carácter netamente industrial y sólo de modo remoto se relacionan con las ocupaciones típicas de la clase ociosa.
Si retrocedemos un paso más desde esta cultura bárbara ejemplar a etapas inferiores de barbarie, ya no encontramos la clase ociosa en forma plenamente desarrollada. Pero esta barbarie inferior muestra los usos, motivos y circunstancias de las que ha surgido la institución de una clase ociosa e indica los primeros pasos de su desarrollo. Son ejemplos de estas fases más primitivas de la diferenciación varias tribus nómadas cazadoras de diversas partes del mundo. Puede tomarse como ejemplo adecuado cualquiera de las tribus cazadoras norteamericanas. No es posible afirmar que haya en esas tribus una clase ociosa definida. Hay una diferenciación de funciones y una distinción de clases basada en ella, pero la exención del trabajo de la clase superior no ha avanzado aún lo suficiente para que pueda serle plenamente aplicable la denominación de «Clase ociosa». Las tribus que se encuentran en este nivel económico han llevado la diferenciación económica a un punto en que se hace una distinción marcada entre las ocupaciones de los hombres y las de las mujeres y esta distinción tiene carácter valorativo (invidious)[1]. En casi todas estas tribus las mujeres están adscritas, por una costumbre prescriptiva, a aquellos trabajos de los que surgen, en el estadio siguiente, las ocupaciones industriales propiamente dichas. Los hombres están exentos de esas tareas vulgares y se reservan para la guerra, la caza, los deportes y las prácticas devotas. En esta materia se hace con frecuencia una discriminación rigurosa.
Esta división del trabajo coincide con la distinción entre la clase trabajadora y la clase ociosa, tal como aparece en la cultura bárbara superior. Al avanzar la diversificación y especialización de ocupaciones, la línea divisoria así marcada viene a separar las ocupaciones industriales de las no industriales. El modelo de donde ha derivado la industria posterior no está constituido por las ocupaciones propias del hombre en el anterior estadio bárbaro. En el desarrollo posterior ese tipo sobrevive solamente en ocupaciones no clasificadas como industriales; guerra, política, deportes, ciencia y el oficio sacerdotal.
Las únicas excepciones notables son una parte de la industria pesquera y ciertas ocupaciones ligeras que es dudoso puedan ser calificadas como industria, tales como la manufactura de armas, juguetes e instrumentos para los deportes. Virtualmente todas las tareas industriales son una excrecencia de lo que en la comunidad primitiva bárbara se clasifica como trabajo de las mujeres.
En la cultura bárbara inferior, el trabajo de los hombres no es menos indispensable para la vida del grupo que el realizado por las mujeres. Es incluso posible que el trabajo del hombre contribuya tanto como el de la mujer al abastecimiento de alimentos y de las demás cosas que necesita consumir el grupo. Tan evidente es este carácter «productivo» del trabajo de los hombres, que en las obras corrientes de economía se considera el trabajo del cazador como tipo de la industria primitiva. Pero no es así como opina el bárbaro. A sus propios ojos no es un trabajador y no ha de clasificárselo a este respecto junto con las mujeres; ni debe clasificarse tampoco su esfuerzo juntamente con el tráfago (drudgery) de las mujeres, como trabajo o industria, de modo que sea posible confundirlo con aquél. En todas las comunidades bárbaras hay un profundo sentido de la disparidad existente entre el trabajo del hombre y el de la mujer. El trabajo del hombre puede estar encaminado al sostenimiento del grupo, pero se estima que lo realiza con una excelencia y eficacia de un tipo tal que no puede compararse sin desdoro con la diligencia monótona de las mujeres.
Si retrocedemos un paso más atrás en la escala cultural encontramos -en los grupos salvajes -que la diferenciación de tareas es aún menos complicada y la distinción valorativa entre clases y tareas menos consistente y rigurosa. Es difícil encontrar ejemplos inequívocos de una cultura salvaje primitiva. Son pocos los grupos clasificados corno «salvajes» que no presentan rastros de una regresión desde un estadio cultural más avanzado. Pero hay grupos -algunos de los cuales no son, aparentemente, resultado de una regresión -que presentan, con alguna fidelidad, los rasgos del salvajismo primitivo. Su cultura difiere de la cultura de las comunidades bárbaras en la ausencia de una clase ociosa y en la ausencia, en gran medida, del ánimo o actitud espiritual en que descansa la institución de una clase ociosa.
Esas comunidades de salvajes primitivos en las que no hay jerarquía de clases económicas no constituyen sino una fracción pequeña y poco importante de la raza humana. El mejor ejemplo de esta fase cultural lo ofrecen las tribus de los andamanes y todas las de los Montes Nilguiri. El esquema de la vida de estos grupos en la época de su primer contacto con los europeos parece haber sido casi típico por lo que respecta a la ausencia de una clase ociosa. Pueden citarse otros ejemplos, los aínos de Yezo y, aunque es más dudoso, algunos grupos bosquimanos y esquimales. Ciertas comunidades de indios pueblo son incluidas con menos seguridad, en la misma clase. Muchas de las comunidades aquí citadas, si no todas, pueden muy bien ser casos de degeneración de una barbarie superior más bien que portadoras de una cultura que no haya estado nunca por encima de su nivel actual, Caso de ser así, sólo por extensión pueden ser aceptados para nuestro actual propósito; pero pueden servir, a pesar de todo, como ejemplo, de la misma manera que si fuesen realmente poblaciones «primitivas» Estas comunidades que no tienen una clase ociosa definida presentan también otras semejanzas en su estructura social y modo de vida. Son grupos pequeños y de estructura (arcaica) simple; son, por lo general, pacíficos y sedentarios; son pobres y la propiedad individual no es una característica dominante de su sistema económico. Pero no se sigue de ello que sean las comunidades más pequeñas que existen, ni que su estructura social sea, en todos los aspectos, la menos diferenciada, ni tampoco que esta clase abarque necesariamente a todas las comunidades primitivas que no tienen sistema definido de propiedad individual. Lo que sí es de notar es que esta clase de comunidades parece incluir los grupos pacíficos de hombres primitivos -acaso todos los grupos característicos pacíficos-. El rasgo común más notable de los miembros de tales comunidades es cierta ineficacia amable cuando se enfrentan con la fuerza o con el fraude.
Los datos que nos ofrecen los usos y los rasgos culturales de las comunidades que se hallan en un estadio bajo de desarrollo indican que la institución de una clase ociosa ha surgido gradualmente durante la transición del salvajismo primitivo a la barbarie; o dicho con más precisión, durante la transición de unos hábitos de vida pacíficos a unas costumbres belicosas. Las condiciones necesarias al parecer para que surja una clase ociosa bien desarrollada son: 1) la comunidad debe tener hábitos de vida depredadores (guerra, caza mayor, o ambas a la vez); es decir, los hombres, que constituyen en estos casos la clase ociosa en proceso de incoación, tienen que estar habituados a infligir daños por la fuerza y mediante estratagemas; 2) tiene que haber posibilidades de conseguir medios de subsistencia suficientemente grandes para permitir que una parte considerable de la comunidad pueda estar exenta de dedicarse, de modo habitual, al trabajo rutinario. La institución de una clase ociosa es la excrecencia de una discriminación entre tareas, con arreglo a la cual algunas de ellas son dignas y otras indignas. Bajo esta antigua distinción son tareas dignas aquellas que pueden ser clasificadas como hazañas; indignas, las ocupaciones de vida cotidiana en que no entra ningún elemento apreciable de proeza.
Esta distinción tiene escaso significado en una comunidad industrial moderna y ha recibido, en consecuencia, poca atención por parte de los economistas. Vista a la luz de ese sentido común moderno que preside los estudios de economía, parece meramente formal y no sustancial. Pero persiste con gran tenacidad como lugar común preconcebido incluso en la vida moderna, como se ve, por ejemplo, en la aversión por las ocupaciones serviles. Es una distinción de tipo personal, de superioridad e inferioridad. En los estadios culturales primitivos en los que la fuerza del individuo contaba de modo más inmediato y evidente en la modelación del curso de los acontecimientos, la hazaña tenía un gran valor en el esquema general de la vida cotidiana. El interés se centraba en mayor grado alrededor de este hecho. En consecuencia, una distinción basada en estos fundamentos parecía más imperativa y definitiva entonces que hoy. Por ello, en cuanto hecho que forma parte de la secuencia del desarrollo, la distinción es sustancial y descansa en bases suficientemente válidas y poderosas.
El fundamento en que se basa habitualmente cualquier discriminación entre hechos cambia con el interés que determina el modo de considerar esos hechos. Son sobresalientes y sustanciales los hechos iluminados por el interés dominante en la época. Cualquier base de distinción resultará, en apariencia, sin importancia para quienquiera que habitualmente considere los hechos de que se trate desde un punto de vista distinto y los evalúe para una finalidad diferente. El hábito de distinguir y clasificar los diversos fines y direcciones de actividad prevalece necesariamente siempre y en todas partes, porque es indispensable para elaborar una teoría o esquema general de la vida que sea útil en la práctica. El punto de vista particular o la especial característica que se toma como definitiva en la clasificación de los hechos de la vida depende del interés en consideración al cual se trata de hacer la discriminación de los hechos. Por consiguiente, los fundamentos de la discriminación y las formas de procedimiento para hacer la clasificación cambian según avanza el desarrollo de la cultura, porque cambia también la finalidad en gracia a la cual son aprehendidos los hechos de la vida y, en consecuencia, el punto de vista adoptado. Así, las características que se reconocen como sobresalientes y decisivas de una serie de actividades o de una clase social en un estadio de cultura no conservarán la misma importancia relativa para los propósitos de la clasificación en ningún estadio subsiguiente.
Pero el cambio de tipos y punto de vista es gradual y rara vez produce la subversión o la supresión total de un punto de vista que ha sido aceptado en un momento dado. De ordinario, se hace una distinción entre ocupaciones industriales y no industriales, y esta distinción moderna es una forma trasmutada de la distinción bárbara entre hazaña y tráfago. El juicio popular siente como intrínsecamente distintas tareas como la guerra, la política, el culto y las diversiones públicas, de un lado, y el trabajo relacionado con la elaboración u obtención de los medios materiales de vida, de otro. La línea de demarcación no es la misma que existía en el esquema bárbaro, pero la distinción fundamental no ha caído en desuso.
En efecto, la distinción tácita -de sentido común -hoy practicada consiste en que sólo debe considerarse como industrial un esfuerzo cuya finalidad última sea la utilización de algo no humano. No se cree, por ejemplo, que la utilización coactiva del hombre por el hombre sea función industrial, pero se clasifica como actividad industrial todo esfuerzo encaminado a elevar la vida humana aprovechando el medio ambiente no humano. Los economistas que mejor han conservado y adaptado la tradición clásica postulan generalmente el «poder del hombre sobre la naturaleza» como hecho característico de la productividad industrial. Este poder industrial sobre la naturaleza incluye el poder del hombre sobre las bestias y sobre todas las fuerzas elementales. De este modo se traza una línea entre la humanidad y el resto de la creación.
En otros tiempos y entre los hombres imbuidos de prejuicios de tipo diferente, la línea no se dibuja con tanta precisión como hoy. En la concepción de la vida salvaje o bárbara, la línea divisoria se traza en sitio distinto y de modo diferente. En todas las comunidades que se encuentran en el estadio del salvajismo hay un sentido alerta y penetrante de la antítesis entre dos grupos de fenómenos, en uno de los cuales se incluye a sí mismo el bárbaro, en tanto que en el otro coloca sus medios de vida. Se siente que hay una antítesis entre los fenómenos económicos y los no económicos, pero no se concibe a la manera moderna; no es una antítesis entre el hombre y el resto de la creación, sino entre las cosas animadas y las inertes.
Puede que sea un exceso de precaución explicar hoy que la noción bárbara que se intenta expresar aquí con el término «animado» no abarca todas las cosas vivas y comprende, en cambio, muchas que no lo son. Fenómenos naturales impresionantes, tales como una tormenta, una enfermedad, una catarata, son considerados como «animados», en tanto que las frutas y las hierbas e incluso animales poco notorios como moscas, gusanos, turones, ovejas, etc., no son aprehendidos de ordinario como animados, excepto cuando se los considera en colectividad. Tal como aquí se emplea, el término no implica necesariamente que more en esas cosas un alma o espíritu. El concepto incluye aquellas cosas que el animista salvaje o bárbaro aprehende como formidables en virtud de un hábito real o imputado de iniciar acciones. Esta categoría comprende un gran número de objetos y fenómenos naturales. Tal distinción entre lo inerte y lo activo persiste aún en los hábitos mentales de personas irreflexivas y afecta todavía profundamente la teoría dominante de la vida humana y de los procesos naturales; pero no penetra nuestra vida cotidiana con la extensión o consecuencias prácticas de gran alcance, visibles en los estadios anteriores de cultura y creencias.
Para la mente del bárbaro la elaboración y utilización de lo que ofrece la naturaleza inerte es una actividad que se encuentra en un plano totalmente distinto de sus tratos con cosas y fuerzas «animadas». La línea de demarcación podrá ser vaga y movible, pero la distinción general es suficientemente real e imperativa para influir en el esquema bárbaro de la vida. La fantasía bárbara imputa a la clase una actividad dirigida a algún fin. Es este desarrollo teleológico de una actividad lo que constituye un objeto de fenómeno en hecho «animado». Dondequiera que el ingenuo salvaje o bárbaro se encuentra con una actividad que lo estorba, la interpreta en los únicos términos que están a su alcance -los términos dados inmediatamente en su conciencia de sus propios actos-. Asimila, pues, esa actividad a la acción humana y los objetos activos al agente humano. Los fenómenos de este carácter - en especial aquellos notablemente formidables o desconcertantes -tienen que ser afrontados con un espíritu diferente y una habilidad de distinta especie de los requeridos para manejar cosas inertes. Ocuparse con éxito de tales fenómenos es más bien hazaña que industria. Es demostración de pureza, no de diligencia.
Guiada por esta discriminación ingenua entre lo inerte y lo animado, las actividades del grupo social primitivo tienden a dividirse en dos clases, que en términos modernos pueden denominarse hazaña e industria. La industria es el esfuerzo encaminado a crear una cosa nueva con una finalidad nueva que le es dada por la mano moldeadora de quien la hace empleando material pasivo («bruto»); mientras que la hazaña, en cuanto produce un resultado útil para el agente, es la conversión hacia sus propios fines de energías anteriormente encaminadas por otro agente a algún otro fin. Hablamos aún de «materia bruta» con algo de la concepción bárbara que da un profundo significado al término.
La distinción entre hazaña y tráfago coincide con una diferencia entre los sexos. Difieren éstos no sólo en estatura y fuerza muscular, sino -acaso más decisivamente -en temperamento, y esta diferencia tiene que haber dado origen, desde tiempos muy remotos, a una división del trabajo correspondiente a aquélla. La serie de actividades que en términos generales caen bajo la denominación de hazaña corresponden al varón como más fuerte, más robusto y más capaz de una tensión violenta y repentina, y más fácilmente inclinado a la autoafirmación, la emulación activa y la agresión. Las diferencias de robustez, de carácter fisiológico y de temperamento que hay entre los miembros del grupo primitivo pueden ser pequeñas; de hecho, en algunas de las comunidades más arcaicas que -conocemos como por ejemplo, las tribus de los andamanes-, parecen ser relativamente pequeñas y sin importancia. Pero en cuanto ha comenzado una diferenciación de funciones basada en las líneas marcadas por esta diferencia de físico y de ánimo, se amplía la diferencia originaria de sexos. Se produce entonces un proceso acumulativo de adaptación selectiva a la nueva distribución de tareas, especialmente si el habitat o la fauna con que el grupo está en contacto son de un tipo que exige el ejercicio de las virtudes más vigorosas. La persecución habitual de la caza mayor exige un empleo frecuente de las cualidades viriles de robustez, agilidad y ferocidad y, por tanto, difícilmente puede dejar de apresurar y ensanchar la diferencia de funciones entre los sexos. Y en cuanto el grupo entra en contacto hostil con otros grupos, la divergencia de función adoptará la forma desarrollada de una distinción entre lo que es hazaña y lo que es industria.
En tal grupo depredador de cazadores, la lucha y la caza vienen a constituir el oficio de los hombres físicamente aptos. Las mujeres hacen el resto del trabajo que hay que realizar -los demás miembros del grupo que no son aptos para llevar a cabo el trabajo propio de los hombres son clasificados a este propósito con las mujeres-. Ahora bien, la lucha y la caza a que se dedican los hombres son dos tareas que tienen el mismo carácter general. Ambas son de naturaleza depredadora; tanto el guerrero como el cazador cosechan donde no han sembrado. Su demostración agresiva de fuerza y sagacidad difiere evidentemente de la asidua y rutinaria transformación de materiales que realizan las mujeres; no puede calificarse de trabajo productivo sino más bien de adquisición de sustancias por captura. Siendo ésta el trabajo del hombre bárbaro en su forma más desarrollada y más diferenciada del trabajo de las mujeres, todo esfuerzo que no implique una proeza visible viene a ser indigno del varón. Conforme va ganando consistencia la tradición, el sentido corriente de la comunidad le exige un canon de conducta, de tal modo que en ese estadio cultural para el hombre que se respete no es moralmente posible ninguna tarea ni adquisición que no tenga por base una proeza -fuerza o fraude-. Cuando mediante una muy prolongada costumbre se consolidan en el grupo unos hábitos de vida depredadores, la matanza y destrucción de los competidores en la lucha por la existencia que tratan de resistirlo o burlarlo, el domeñar y reducir a subordinación aquellas fuerzas extrañas que no se presentan en el medio como refractarias a su voluntad se convierten en el oficio acreditado del hombre cabal dentro de la economía social. Esta distinción teórica entre la hazaña y el tráfago está tan tenaz y escrupulosamente arraigada en muchas tribus cazadoras, que el hombre no puede llevar al hogar la caza que ha matado, sino que tiene que enviar a su mujer para que realice esa tarea inferior.
Como ya se ha indicado, la distinción entre hazaña y tráfago es una distinción entre ocupaciones que tiene carácter valorativo. Aquellas ocupaciones clasificadas como proezas son dignas, honorables y nobles; las que no contienen ese elemento de hazaña y especialmente aquellas que implican servidumbre o sumisión son indignas, degradantes e innobles. Los conceptos de dignidad, valor u honor, aplicados a las personas o a las conductas, tienen una importancia de primer orden en el desarrollo de las clases y las distinciones de clase y es, por tanto, necesario decir algo acerca de su origen y significado. Su base psicológica puede ser expuesta esquemáticamente como sigue:
Por necesidad selectiva el hombre es un agente. Es, a su propio juicio, un centro que desarrolla una actividad impulsora -actividad «teológica»-. Es un agente que busca en cada acto la realización de algún fin concreto, objetivo e impersonal. Por el hecho de ser tal agente tiene gusto por el trabajo eficaz y disgusto por el esfuerzo fútil. Tiene un sentido del mérito de la utilidad (serviceability) o eficiencia y del demérito de lo fútil, el despilfarro o la incapacidad. Se puede denominar a esta actividad o propensión «instinto del trabajo eficaz» (instinct of workmanship)[2]. Donde quiera que las circunstancias o tradiciones de la vida llevan a una comparación habitual de una persona con otra en punto a eficacia, el instinto del trabajo eficaz tiende a crear una comparación valorativa o denigrante. La medida en que se produzca este resultado depende, en gran parte, del temperamento de la población. En toda comunidad en donde se hacen habitualmente tales comparaciones valorativas, el éxito patente se convierte en un fin buscado por su propia utilidad como base de estimación. Se consigue la estima y se evita el desdoro poniendo de manifiesto la propia utilidad, El resultado es que el instinto del trabajo eficaz se exterioriza en una demostración de fuerza que tiene sentido emulativo.
Durante aquella fase primitiva de desarrollo social en que la comunidad es aún habitualmente pacífica, acaso sedentaria, y no tiene un sistema desarrollado de propiedad individual, la eficiencia del individuo se demuestra de modo especial y más consistente en alguna tarea que impulse la vida del grupo. La emulación de tipo económico que se produzca en tal grupo será, sobre todo, emulación en el terreno de la utilidad industrial. A la vez, el incentivo que impulsa a la emulación no es fuerte ni su alcance grande.
Cuando la comunidad pasa del salvajismo pacífico a una fase de vida depredadora, cambian las condiciones de la emulación. Aumenta el alcance y la urgencia de las oportunidades y los incentivos de la emulación. La actividad de los hombres toma cada vez más el carácter de hazaña; y se hace cada vez más fácil y habitual la comparación valorativa de un cazador o guerrero con otro. Los trofeos -prueba tangible de las proezas -encuentran un lugar en los hábitos mentales de los hombres como accesorios que adornan la vida. El botín, los trofeos de la caza o de la razzia pasan a ser considerados como demostración de fuerza preeminente. La agresión se convierte en forma acreditada de acción y el botín sirve - prima facie -como prueba de una agresión afortunada. En este estadio cultural la forma acreditada y digna de autoafirmación es la lucha; y los objetos o servicios útiles obtenidos por captura o coacción sirven de prueba convencional de que la lucha ha tenido un desenlace feliz. Como consecuencia de ello -y por contraste -la obtención de cosas por medios distintos a la captura viene a ser considerada como indigna de un hombre en su mejor condición. Por la misma razón la práctica del trabajo productivo o la ocupación en servicios personales caen bajo la misma odiosidad. Surge de este modo una distinción denigrante entre la hazaña y la adquisición por captura, de un lado, y el trabajo industrial, de otro. El trabajo se hace tedioso por virtud de la indignidad que se le imputa.
Para el bárbaro primitivo -antes de que esa noción simple haya sido oscurecida por sus propias ramificaciones y por el desarrollo secundario de ideas con ella emparentadas- «honorable» parece no comportar otra cosa sino una afirmación de superioridad de fuerzas.
«Honorable» es «formidable»; «digno» es «prepotente». Un acto honorífico no es, en último término, otra cosa sino un acto de agresión de éxito reconocido; allí donde la agresión implica lucha con hombres o con bestias, la actividad que implica la demostración de una mano fuerte se convierte en honorable de modo especial y primordial. El hábito ingenuo y arcaico de interpretar todas las manifestaciones de fuerza en términos de personalidad o «fuerza de voluntad» robustece en gran medida esta exaltación convencional de la mano fuerte. Los epítetos honoríficos, tan comunes entre las tribus bárbaras como entre los pueblos de cultura elevada, llevan comúnmente el cuño de este sentido ingenuo del honor. Los epítetos y títulos usados para dirigirse a los caudillos y para propiciarse la voluntad de los dioses y reyes imputan con frecuencia a los destinatarios una propensión a la violencia avasalladora y una fuerza devastadora irresistible. En algún sentido esto es también cierto de las comunidades más civilizadas de hoy día. La predilección mostrada en las divisas heráldicas por las bestias más rapaces y las aves de presa refuerza la misma opinión.
Con esta apreciación que hace el sentido común bárbaro de la dignidad o el honor, disponer de las vidas -matar competidores formidables, sean brutos o seres humanos -es honorable en el mayor grado. Y este alto oficio del autor de la matanza, expresión de la prepotencia del matador, arroja sobre todo acto de matanza y sobre todos los instrumentos y accesorios del mismo una aureola mágica de dignidad. Las armas son honorables y su uso, aunque sea para perseguir a las criaturas más miserables de los campos, se convierte en un empleo honorífico. Paralelamente la ocupación industrial pasa a ser odiosa y, en la apreciación común, el manejo de herramientas y útiles industriales resulta inferior a la dignidad de los hombres cabales. El trabajo se hace tedioso.
Se supone aquí que, en la secuencia de la evolución cultural, los grupos humanos primitivos han pasado de una etapa inicial pacífica a otro estadio subsiguiente en el que la lucha es la ocupación reconocida y característica del grupo. Pero ello no implica que haya habido una transición brusca de la paz y buena voluntad inquebrantadas a una fase de vida, posterior o superior, en la cual aparece por primera vez el combate. Tampoco implica que con la transición a la fase cultural depredadora desaparezca toda industria pacífica. Es seguro que en todo estadio temprano del desarrollo social hubo de producirse alguna lucha. Tuvieron que presentarse, con mayor o menor frecuencia, luchas motivadas por la competencia sexual. Los hábitos conocidos de los grupos primitivos, lo mismo que los de los antropoides y el testimonio de los impulsos de la naturaleza humana sirven como refuerzo a esta opinión.
Puede, por tanto, objetarse que no es posible que haya existido un estadio inicial de vida pacífica como el aquí supuesto. No hay en la evolución cultural un punto antes del cual no se produzcan luchas. Pero el punto que se debate no es la existencia de luchas, ocasionales o esporádicas, ni siquiera su mayor o menor frecuencia y habitualidad. Es el de si se produce una disposición mental habitualmente belicosa -un hábito de juzgar de modo predominante los hechos y acontecimientos desde el punto de vista de la lucha-. La fase cultural depredadora se alcanza sólo cuando la actitud depredadora se ha convertido en la actitud espiritual habitual y acreditada de los miembros del grupo; cuando el combate ha pasado a ser la nota dominante de la teoría normal de la vida; cuando, finalmente, la apreciación vulgar de los hombres y las cosas ha llegado a ser una apreciación orientada hacia la lucha.
La diferencia sustancial entre la fase cultural pacífica y la depredadora es, por tanto, una diferencia espiritual, no mecánica. El cambio de actitud espiritual es el resultado de un cambio en los hechos materiales de la vida del grupo y se advierte, de modo gradual, conforme se van produciendo las circunstancias materiales favorables a una actitud depredadora. El límite inferior de la cultura depredadora es un límite industrial. La depredación no puede llegar a ser el recurso convencional, habitual de ningún grupo o clase hasta que el desarrollo de los métodos industriales haya alcanzado un grado tal de eficacia que, por encima de la subsistencia de quienes se ocupan de conseguir los medios para ella, quede un margen por el que merezca la pena luchar. La transición de la paz a la depredación depende, pues, del desarrollo de los conocimientos técnicos y del uso de herramientas. En consecuencia, en las épocas primitivas, mientras no se hayan desarrollado las armas hasta el punto de hacer del hombre un animal formidable, imposible una cultura depredadora. Naturalmente, el desarrollo primero de las herramientas y las armas es el mismo hecho, sólo que contemplado desde puntos de vista diferentes.
Se puede caracterizar como pacífica la vida de un grupo dado mientras el recurso habitual al combate no grupo haya colocado la lucha en el primer plano de los pensamientos cotidianos del hombre como rasgo dominante de su vida. Es evidente que un grupo puede llegar a un grado mayor o menor de plenitud de esa actitud depredadora, en tal forma que su esquema general de vida y sus cánones de conducta puedan estar regidos en mayor o menor extensión por el ánimo depredador. Se concibe, pues, que la fase cultural depredadora adviene gradualmente, a través de un desarrollo de actitudes, hábitos y tradiciones depredadoras producidas por acumulación, y que este desarrollo se debe a que las circunstancias de la vida del grupo sufren un cambio de un tipo adecuado para desarrollar y conservar aquellos rasgos de conducta que favorecen más bien una vida depredadora que una existencia pacífica.
Las pruebas de la hipótesis de que ha habido tal estadio pacífico en la cultura primitiva derivan en gran parte de la psicología más bien que de la etnología y no pueden ser detalladas aquí. Se aducen parcialmente en un capítulo posterior en el que se estudia la supervivencia de rasgos arcaicos de la naturaleza humana en la cultura moderna.


II. Emulación pecuniaria

En el proceso de la evolución cultural, la aparición de una clase ociosa coincide con el comienzo de la propiedad. Es necesario que así ocurra porque ambas instituciones son resultado de la misma conjunción de fuerzas económicas. En la fase preliminar de su desarrollo no son sino aspectos diferentes de los mismos hechos generales de la estructura social.
El ocio y la propiedad nos interesan para nuestro propósito en cuanto elementos de la cultura social -hechos convencionales-. El desprecio habitual del trabajo no constituye una clase ociosa, como tampoco constituye propiedad el hecho mecánico del uso y el consumo. El presente estudio no se ocupa, por tanto, del comienzo de la indolencia ni del comienzo de la apropiación de artículos útiles para el consumo individual. De lo que se trata es, por una parte, del origen y naturaleza de una clase ociosa convencional, y por otra, de los comienzos de la propiedad individual como derecho convencional o pretensión considerada como equitativa.
La diferenciación primera, de donde surgió la distinción entre una clase ociosa y otra trabajadora, es la que se produce en los estadios inferiores de la barbarie entre el trabajo del hombre y de la mujer. De modo análogo, la forma primera de propiedad es una propiedad constituida por las mujeres y disfrutada por los hombres físicamente aptos de la comunidad. Pueden expresarse los hechos en términos más generales -y más ciertos por lo que respecta a la importancia de la teoría bárbara de la vida -diciendo que se trata de una propiedad de la mujer por el hombre.
Indudablemente hubo algunas apropiaciones de artículos útiles antes de que surgiese la costumbre de apropiarse de las mujeres. Los usos de las comunidades arcaicas o existentes en las que las mujeres no constituyen propiedad son prueba de tal aserto. En todas las comunidades los miembros, tanto varones como hembras, se apropian habitualmente para su uso individual de una serie de cosas útiles; pero esas cosas útiles no son pensadas como propiedad de la persona que se las apropia y que las consume. La apropiación y el consumo habituales de ciertos efectos personales de poca importancia no plantean el problema de la propiedad, es decir, de una pretensión convencional a poseer cosas exteriores, considerada como equitativa.
La propiedad de las mujeres comienza en los estadios inferiores de la cultura bárbara aparentemente con la aprehensión de cautivas. La razón originaria de la captura y apropiación de las mujeres parece haber sido su utilidad como trofeos. La práctica de arrebatar al enemigo las mujeres en calidad de trofeos dio lugar a una forma de matrimonio propiedad, que produjo una comunidad doméstica con el varón por cabeza. Fue seguida de una extensión del matrimonio- propiedad a otras mujeres, además de las capturadas al enemigo. El resultado de la emulación en las circunstancias de una vida depredadora ha sido, por una parte, una forma de matrimonio basado en la coacción y, por otra, la costumbre de la propiedad. En la fase inicial de su desarrollo no es posible distinguir ambas instituciones: las dos surgen del deseo que tiene el hombre afortunado de poner en evidencia sus proezas, exhibiendo un resultado perdurable de sus hazañas. Ambas sirven a esa propensión de dominio que penetra la vida toda de las comunidades depredadoras. El concepto de propiedad se extiende a los productos de su industria y surge así la propiedad de cosas a la vez que la de personas.
De este modo se establece gradualmente un sistema bien trabado de propiedad de bienes. Y aunque en los últimos estadios de desarrollo la utilidad de las cosas para el consumo se ha convertido en el elemento predominante de su valor, la riqueza no ha perdido, en modo alguno, su utilidad como demostración honorífica de la prepotencia del propietario.
Dondequiera que existe la institución de la propiedad privada, aunque sea en forma poco desarrollada, el proceso económico presenta como característica una lucha entre los hombres por la posesión de bienes. Ha sido costumbre en la teoría económica -y especialmente en aquellos economistas que se adhieren con menos titubeos al conjunto de teorías clásicas modernizadas -interpretar en lo sustancial esta lucha por la riqueza como una lucha por la existencia. Tal es, también, su carácter en todos los casos en que la «sordidez de la naturaleza» es tan estricta que no ofrece a la comunidad sino medios de vida muy escasos como contrapartida de una aplicación celosa e incansable a la tarea de conseguir medios de subsistencia. Pero en todas las comunidades progresivas se avanza más allá de ese estadio de desarrollo tecnológico. La eficacia industrial se lleva a un punto que permite a los que intervienen en el proceso de la industria conseguir algo más que los medios mínimos de subsistencia. No ha sido raro en la teoría económica hablar de la lucha ulterior por la riqueza sobre esta nueva base industrial como de una competencia por el aumento de las comodidades de la vida, y primordialmente por el sensible aumento de las comodidades físicas que permite lograr el consumo de bienes.
Se sostiene convencionalmente que el fin de la adquisición y acumulación es el consumo de los bienes acumulados -tanto si se trata del consumo directo por parte del dueño de los bienes, como si se trata del consumo hecho por la comunidad doméstica a él unida y teóricamente identificada a este propósito con él-. Al menos, se cree que ésta es la finalidad económica legítima de la adquisición, única que la teoría debe tomar en cuenta. Puede, desde luego, concebirse tal consumo como encaminado a satisfacer las necesidades físicas del consumidor -su comodidad física- o las denominadas necesidades superiores -espirituales, estéticas, intelectuales, etc-; la última clase de necesidades se satisface indirectamente mediante un gasto de bienes en la forma que es familiar para todos los lectores de obras de economía.
Pero sólo cuando se toma en un sentido muy alejado de su significado ingenuo puede decirse que ese consumo de bienes ofrece el incentivo del que deriva invariablemente la acumulación. El móvil que hay en la raíz de la propiedad es la emulación; y el mismo móvil de la emulación sigue operando en el desarrollo ulterior de la institución a la que ha dado origen y en el desarrollo de todas aquellas características de la estructura social a las que afecta esta institución de la propiedad. La posesión de la riqueza confiere honor; es una distinción valorativa (invidious distinction). No es posible decir nada parecido del consumo de bienes ni de ningún otro incentivo que pueda concebirse como móvil de la acumulación y en especial de ningún incentivo que impulse a la acumulación de riqueza.
No debe, desde luego, pasarse por alto el hecho de que en una comunidad donde casi todos los bienes son de propiedad privada, la necesidad de ganarse la vida es un incentivo poderoso y omnipresente para los miembros más pobres de ella. La necesidad de la subsistencia y de un aumento de comodidad física puede ser durante algún tiempo el móvil dominante de la adquisición realizada por aquellas clases que hacen habitualmente un trabajo manual y cuya subsistencia tiene una base precaria; que poseen poco y ordinariamente acumulan poco; pero en el curso de este estudio se verá que, incluso por lo que se refiere a esas clases carentes de medios, el predominio del móvil de la necesidad física no es tan claro como a veces se supone.
Por otra parte, por lo que respecta a aquellos miembros y clases de la comunidad ocupados principalmente en acumular riqueza, el incentivo de la subsistencia o la comodidad física no desempeña nunca un papel considerable. La propiedad nació y llegó a ser una institución humana por motivos que no tienen relación con el mínimo de subsistencia. El incentivo dominante fue, desde el principio, la distinción valorativa unida a la riqueza y, salvo temporalmente y por excepción, ningún otro motivo le ha usurpado la primacía en ninguno de los estadios posteriores de su desarrollo.
La propiedad comenzó por ser el botín conservado como trofeo de una expedición afortunada. Mientras el grupo se separó poco de la primitiva organización comunal y mientras estuvo en contacto íntimo con otros grupos hostiles, la utilidad de las personas o cosas objeto de propiedad descansaba principalmente en una comparación valorativa entre el poseedor y el enemigo al que se había despojado. El hábito de distinguir entre los intereses del individuo y los del grupo a que pertenece corresponde, al parecer, a una etapa posterior. La comparación valorativa dentro del grupo entre el poseedor del botín honorífico y sus vecinos menos afortunados figura, sin duda, en época temprana como elemento de la utilidad de las cosas poseídas, aunque en un principio no fuera el elemento principal de su valor. La proeza del hombre era aún proeza del grupo y el poseedor del botín se sentía primordialmente como guardián del honor de su grupo. Encontramos también esta apreciación de la hazaña desde el punto de vista de la comunidad sobre todo por lo que se refiere a los laureles bélicos en estadios posteriores del desarrollo social.
Pero en cuanto comienza a tener consistencia la costumbre de la propiedad individual, empieza a cambiar el punto de vista adoptado al hacer la comparación valorativa sobre la que descansa la propiedad privada. En realidad, un cambio es reflejo del otro. La fase inicial de la propiedad -la fase de adquisición por la aprehensión y la conversión ingenuas- comienza a pasar al estadio subsiguiente de una organización incipiente de la industria sobre la base de la propiedad privada (de esclavos); la horda se desarrolla hasta convertirse en una comunidad industrial más o menos autosuficiente; las posesiones empiezan a ser valoradas no tanto como demostración de una incursión afortunada, cuanto como prueba de la prepotencia del poseedor de esos bienes sobre otros individuos de la comunidad. La comparación valorativa pasa a ser primordialmente una comparación entre el propietario y los otros miembros del grupo. La propiedad tiene aún carácter de trofeo, pero con el avance cultural se convierte cada vez más en trofeo de éxitos conseguidos en el juego de propiedad, practicado entre miembros del grupo, bajos los métodos cuasi pacíficos de la vida nómada.
Gradualmente, y conforme la actividad industrial va desplazando, en la vida cotidiana de la comunidad y en los hábitos mentales de los hombres, a la actividad depredadora, la propiedad acumulada reemplaza cada vez en mayor grado los trofeos de las hazañas depredadoras como exponente convencional de prepotencia y éxito. Con el desarrollo de la industria establecida, la posesión de riqueza gana, pues, en importancia y efectividad relativas, como base consuetudinaria de reputación y estima. No es que deje de concederse esa estima sobre la base de otras pruebas más directas de proezas, ni que la agresión depredadora o bélica afortunada deje de suscitar la aprobación y la admiración de la multitud, ni de provocar la envidia de los competidores menos afortunados; lo que ocurre, es que se hacen menores el alcance y frecuencia de las oportunidades de conseguir distinguirse por medio de esta manifestación directa de una fuerza superior. A la vez, las oportunidades de realizar una agresión industrial y de acumular propiedad por los métodos cuasi pacíficos de la industria nómada aumentan en radio de acción y facilidad. Y lo que es más importante, la propiedad se convierte ahora en la prueba más fácilmente demostrable de un grado de éxito honorable, a diferencia del hecho heroico o notable. Se convierte, por tanto, en la base convencional de estimación. Se hace indispensable acumular, adquirir propiedad con objeto de conservar el buen nombre personal. Cuando los bienes acumulados se han convertido de este modo en prenda acreditada de eficiencia, la posesión de riqueza asume el carácter de base de estimación independiente y definitiva. La posesión de bienes, adquiridos agresivamente por medio de la hazaña personal o pasivamente por título hereditario, se convierte en base convencional de reputación. La posesión de riqueza, que en un principio era valorada simplemente como prueba de eficiencia, se convierte, en el sentir popular, en cosa meritoria en sí misma. La riqueza es ahora intrínsecamente honorable y honra a su poseedor. La riqueza adquirida de modo de los antepasados o de otras pasivo, por transmisión personas, se convierte, por un refinamiento ulterior, en más honorífica que la adquirida por el propio esfuerzo del poseedor; pero esta distinción corresponde a un estadio posterior de la evolución de la cultura pecuniaria y se hablará de ella en su lugar adecuado.
La proeza y la hazaña pueden seguir siendo la base del otorgamiento de la más alta estima popular, aunque la posesión de riquezas haya pasado a ser la base de la reputación corriente y de una situación social impecable. El instinto depredador y la aprobación consiguiente de la eficiencia depredadora están profundamente teñidos por los hábitos mentales de aquellos pueblos que han pasado por la disciplina de una cultura depredadora prolongada. Con arreglo al criterio popular, los honores máximos a que es posible aspirar pueden ser, incluso entonces, los conseguidos desplegando una extraordinaria eficiencia depredadora en la guerra, o una eficiencia casi depredadora en el arte política. Pero a efectos de tener una posición decorosa ordinaria en la comunidad, esos medios de conseguir reputación han sido reemplazados por la adquisición y acumulación de bienes. Así como en el anterior estadio depredador el bárbaro necesita - para estar bien situado a los ojos de la comunidad- llegar al nivel de fortaleza física, astucia y habilidad que impera en la tribu, es necesario ahora llegar a cierto nivel convencional y un tanto indefinido de riqueza. En un caso es necesario cierto nivel de proeza como condición de respetabilidad; en el otro, cierto nivel de riqueza. En ambos es meritorio todo lo que excede de esos niveles normales.
Aquellos miembros de la comunidad que no llegan a alcanzar ese grado normal y un tanto indefinido de proeza o propiedad quedan rebajados a los ojos de sus congéneres y, en consecuencia, se rebajan también en su propia estimación, ya que, por lo general, la base del propio respeto es el respeto que le tienen a uno sus prójimos. Sólo individuos de temperamento poco común pueden conservar, a la larga, su propia estimación frente al desprecio de sus semejantes. Se encuentran aparentes excepciones a la regla, especialmente en gente de fuertes convicciones religiosas. Pero esas aparentes excepciones rara vez lo son en realidad, ya que tales personas se apoyan en la aprobación putativa de algún testigo sobrenatural de sus actos.
En cuanto la posesión de propiedad llega a ser la base de la estimación popular, se convierte también en requisito de esa complacencia que denominamos el propio respeto. En cualquier comunidad donde los bienes se poseen por separado, el individuo necesita para su tranquilidad mental poseer una parte de bienes tan grande como la porción que tienen otros con los cuales está acostumbrado a clasificarse; y es en extremo agradable poseer algo más que ellos. Pero en cuanto una persona hace nuevas adquisiciones y se acostumbra a los nuevos niveles de riqueza resultantes de aquéllas, el nuevo nivel deja de ofrecerle una satisfacción apreciablemente mayor de la que le proporcionaba el antiguo. Es constante la tendencia a hacer que el nivel pecuniario actual se convierta en punto de partida de un nuevo aumento de riqueza; y a su vez esto da un nuevo nivel de suficiencia y una nueva clasificación pecuniaria del individuo comparado con sus vecinos. Por lo que respecta a nuestro problema actual, el fin perseguido con la acumulación consiste en alcanzar un grado superior, en comparación con el resto de la comunidad, por lo que se refiere a fuerza pecuniaria. Mientras la comparación le sea claramente desfavorable, el individuo medio, normal, vivirá en un estado de insatisfacción crónica con su lote actual; y cuando haya alcanzado lo que puede denominarse el nivel pecuniario normal de la comunidad -o de su clase dentro de la comunidad-, esta insatisfacción crónica cederá el paso a un esfuerzo incesante encaminado a crear un intervalo pecuniario cada vez mayor entre él y ese nivel medio. La comparación valorativa no puede llegar nunca a ser tan favorable a quien la hace, que éste no desee colocarse en un rango más elevado que sus competidores en la lucha por la reputación pecuniaria.
Por la naturaleza del problema, es difícil que pueda saciarse nunca el deseo de riqueza en ningún ejemplo individual y es evidente que la satisfacción del deseo medio general de riqueza está fuera de toda posibilidad. Por amplia, igual o «equitativamente» que pueda estar distribuida la riqueza de la comunidad, ningún aumento general de ella puede avanzar un paso en dirección a saciar esta necesidad cuyo fundamento es el deseo individual de exceder a cada uno de los demás en la acumulación de bienes. Si, como se supone a veces, el incentivo para la acumulación fuese la necesidad de subsistir o de comodidad física, sería concebible que en algún momento futuro con el aumento de la eficiencia industrial se pudiera satisfacer el conjunto de las necesidades económicas de la comunidad; pero como la lucha es sustancialmente una carrera en pos de la reputación basada en una comparación valorativa, no es posible aproximarse siquiera a una solución definitiva.
Lo que acaba de decirse no debe ser interpretado en el sentido de que no haya otros incentivos para la adquisición y acumulación que este deseo de superar en situación pecuniaria y conseguir así la estima y la envidia de los semejantes. El deseo de una mayor comodidad y seguridad frente a la necesidad está presente en todos y cada uno de los estadios del proceso de acumulación en una sociedad industrial moderna; aunque el nivel de suficiencia en estos aspectos está afectado, a su vez, en gran medida por el hábito de la emulación pecuniaria. En gran parte esta emulación modela los métodos y selecciona los objetos de gasto para la comodidad personal y la vida respetable.
Además de esto, el poder conferido por la riqueza proporciona otro motivo para acumularla. Esa propensión a la actividad encaminada a un fin y esa repugnancia por todo esfuerzo fútil que corresponden al hombre por virtud de su carácter de agente no lo abandonan cuando sale de la ingenua cultura comunal, en la que la nota dominante de la vida es la solidaridad no analizada e indiferenciada del individuo con el grupo al cual su vida se encuentra ligada.
Cuando pasa al estadio depredador, en el que el egoísmo en el sentido más estricto se convierte en nota dominante, esa propensión lo sigue acompañando como rasgo penetrante que modela su esquema general de la vida. La propensión a lograr un resultado y la repugnancia por el esfuerzo fútil siguen siendo el motivo económico subyacente. La propensión cambia únicamente de forma de expresión y de objetos próximos a los que se dirige la actividad del hombre. Bajo el régimen de propiedad individual el medio más al alcance de la mano para conseguir visiblemente una finalidad es el que ofrecen la adquisición y la acumulación de bienes; en cuanto la antítesis egoísta entre hombre y hombre alcanza plena conciencia, la inclinación a conseguir resultados -el instinto del trabajo eficaz- tiende más y más a modelarse como esfuerzo para superar a los demás en los resultados económicos logrados. El éxito relativo, medido por una comparación favorable con los demás, se convierte en el fin del esfuerzo que se acepta como legítimo y, por tanto, la repugnancia por la futilidad se coliga en buena parte con el incentivo de la emulación. Viene a acentuar la lucha por la respetabilidad pecuniaria al extender a todo fracaso, y a toda prueba de fracaso en materia pecuniaria, una nota de desaprobación.
El esfuerzo encaminado a lograr un fin viene a significar, primordialmente, esfuerzo dirigido a una demostración de riqueza acumulada que aumente el grado de reputación, o resultado de tal esfuerzo. Entre los motivos que llevan a los hombres a acumular riqueza, continúa correspondiendo la primacía en alcance en intensidad a este móvil de emulación pecuniaria.
Acaso no sea necesario observar que al emplear el término invidious (valorativo) no hay intención de exaltar ni lamentar ninguno de los fenómenos que vienen a caracterizarse con la palabra. Se emplea el término en sentido técnico, para describir una comparación de personas con objeto de escalonarlas y graduarlas con respecto a la valía o valor relativos de cada una de ellas -en sentido estético o moral- y conceder y definir así los grados relativos de agrado con que pueden ser legítimamente contempladas por sí mismas y por las demás. Una comparación valorativa es un proceso de valoración de las personas con respecto a su valía.


III. El ocio ostensible

El efecto inmediato de una lucha pecuniaria como la que se ha descrito esquemáticamente sería -de no estar modificada su influencia por otras fuerzas económicas u otras características del proceso emulativo- hacer a los hombres industriosos y frugales. Este resultado se produce en realidad, hasta cierto punto, por lo que se refiere a las clases inferiores, cuyo medio ordinario de adquirir bienes es el trabajo productivo. Ello puede afirmarse, sobre todo, de las clases trabajadoras de una comunidad sedentaria que se encuentre en un estadio agrícola de desarrollo industrial, y en la que haya una considerable subdivisión de propiedad, y en la que leves y costumbres aseguren a esas clases una participación más o menos definida del producto de su industria. Esas clases inferiores no pueden eludir en ningún caso el trabajo, y la imputación del trabajo no es, en consecuencia, especialmente denigrante para sus miembros, al menos dentro de su propia clase. Por el contrario, siendo el trabajo su modo de vida reconocido y aceptado, tienen un cierto orgullo emulativo en conseguir una reputación de eficiencia en su trabajo, que es a menudo la única línea de emulación que está a su alcance. En aquellas personas para quienes la adquisición y la emulación sólo son posibles dentro del campo de la eficiencia productora y el ahorro, la lucha por la respetabilidad pecuniaria operará en cierta medida en el sentido de aumentar la diligencia y la sobriedad. Pero hay ciertas características secundarias del proceso emulativo de las que no se ha hablado aún, que vienen a circunscribir y a modificar la emulación practicada en esas direcciones tanto en las clases pecuniariamente inferiores como en la clase superior.
Pero lo que nos importa aquí de modo más inmediato es otro aspecto de la clase pecuniaria superior. Tampoco le falta a esta clase el incentivo de la diligencia y el ahorro; pero su acción está cualificada en tan gran medida por las demandas secundarias de la emulación pecuniaria, que prácticamente cualquier emulación en este sentido está superada, y cualquier incentivo de la diligencia viene a ser ineficaz. La más imperativa de estas demandas secundarias de la emulación y a la vez la de ámbito más extenso es la exigencia de abstenerse del trabajo productivo. Esto es cierto de modo especial en el estadio bárbaro de la cultura. En la cultura depredadora, el trabajo se asocia en los hábitos de pensamiento de los hombres con la debilidad y la sujeción a un amo. Es, en consecuencia, una marca de inferioridad y viene por ello a ser considerada como indigna de un hombre que ocupa una buena posición. Por virtud de esta tradición se considera que el trabajo rebaja y esta tradición no ha muerto nunca. Por el contrario, con el avance de la diferenciación ha adquirido la fuerza axiomática que es consecuencia de una prescripción de largo tiempo e indiscutida.
Para ganar y conservar la estima de los hombres no basta con poseer riqueza y poder. La riqueza o el poder tienen que ser puestos de manifiesto, porque la estima sólo se otorga ante su evidencia. Y la demostración de la riqueza no sirve sólo para impresionar a los demás con la propia importancia y mantener vivo y alerta su sentimiento de esa importancia, sino que su utilidad es apenas menor para construir y mantener la complacencia en uno mismo. En todos los momentos, salvo en los estadios culturales más bajos, el hombre normalmente constituido se ve ayudado y sostenido en su propio respeto por las «apariencias decentes» y la exención de «trabajos serviles». Una desviación forzosa de su patrón habitual de decencia, tanto en lo accesorio de la vida como en la clase y alcance de su actividad, se siente como un desprecio de su dignidad humana, aun aparte de toda consideración consciente de la aprobación o desaprobación de sus semejantes.
La arcaica distinción teórica entre lo bajo y lo honorable en el modo de vida de un hombre conserva aún hoy mucha de su antigua fuerza. Tanto es así que hay muy pocos miembros de la clase más elevada que no tengan una repugnancia instintiva por las formas vulgares de trabajo. Tenemos un fuerte sentido de suciedad ceremonial que tiene especial intensidad al pensar en las ocupaciones asociadas en nuestros hábitos mentales con el trabajo servil. Todas las personas de gusto refinado sienten que ciertos oficios -que convencionalmente se consideran serviles- llevan unida con inseparabilidad una cierta contaminación espiritual. Se condena y evita sin titubear un instante las apariencias vulgares, las habitaciones mezquinas (es decir, baratas) y las ocupaciones vulgarmente productivas. Son incompatibles con la vida en un plano espiritual satisfactorio -con el «pensamiento elevado»-. Desde los días de los filósofos griegos hasta los nuestros, los hombres reflexivos han considerado siempre como un requisito necesario para poder llevar una vida humana digna, bella o incluso irreprochable, un cierto grado de ociosidad y de exención de todo contacto con los procesos industriales que sirven a las finalidades cotidianas inmediatas de la vida humana. A los ojos de todos los hombres civilizados, la vida de ociosidad es bella y ennoblecedora en sí misma y en sus consecuencias.
Este valor directo, subjetivo, del ocio y de las otras demostraciones de riqueza es, en gran parte, sin duda, secundario y derivado. Es, en cierta medida un reflejo de la utilidad del ocio como medio de conseguir el respeto de los demás y, en otra parte, resultado de una sustitución mental. La ejecución del trabajo ha sido aceptada como prueba convencional de una inferioridad de fuerza; en consecuencia, viene a ser considerada, utilizando un atajo mental, como baja.
Durante el estadio depredador propiamente dicho, y en especial en las etapas primeras del desarrollo cuasi pacífico de la industria que sigue al estadio depredador, una vida ociosa es la demostración más sencilla y concluyente de fuerza pecuniaria y, por tanto, de superioridad de poder, con tal de que el caballero ocioso pueda vivir siempre con facilidad y desahogo manifiestos. En ese estadio, la riqueza consiste principalmente en esclavos y los beneficios que deriva de la posesión de riqueza y poder toman principalmente la forma de servicio personal. La abstención ostensible del trabajo se convierte, por tanto, en marca convencional de éxitos pecuniarios superiores y en índice convencional de reputación; y recíprocamente, como la aplicación al trabajo productivo es un signo de pobreza y sujeción, resulta incompatible con una situación respetable en la comunidad, Por lo tanto, allí donde predomina la emulación pecuniaria no se estimulan de modo uniforme los hábitos industriosos y frugales. Por el contrario, esta especie de emulación desaprueba en forma indirecta la participación en el trabajo productivo. El trabajo se convertiría inevitablemente en deshonroso -en cuanto demostración de pobreza-, incluso aunque no hubiese sido considerado ya como indecoroso bajo las tradiciones antiguas derivadas de un estadio cultural anterior. La antigua tradición de la cultura depredadora consiste en que hay que rehuir el trabajo productivo, como indigno de los hombres cabales, y con el paso del estadio depredador a la forma casi pacífica de vida esa tradición se refuerza en vez de ser desechada.
Incluso aunque no hubiese surgido una clase ociosa unto con la aparición primera de la propiedad individual, hubiese sido en cualquier caso -por la fuerza del deshonor unido a la ocupación productiva- una de las primeras consecuencias de la propiedad. Y hay que notar que mientras la clase ociosa existía en teoría desde el comienzo de la cultura depredadora, la institución tomó un significado nuevo y más pleno con la transición del estadio depredador a la siguiente etapa de cultura pecuniaria. Desde ese momento existe una «clase ociosa» tanto en teoría como en la práctica. De ahí data la institución de la clase ociosa en su forma consumada.
Durante la etapa depredadora propiamente dicha, a distinción entre las clases ociosas y laboriosas es, en cierto sentido, meramente ceremonial. El hombre cabal está celosamente apartado de todo lo que es, en su concepto, trabajo rutinario y servil; pero su actividad contribuye apreciablemente al sustento del grupo. El estadio subsiguiente de industria casi pacífica se caracteriza generalmente por la existencia de una esclavitud consolidada en la cual los esclavos son cosas, de rebaños de ganado y de una clase servil de pastores y de vaqueros; la industria ha avanzado hasta el punto de que la comunidad no depende ya para su subsistencia de la caza ni de ninguna otra forma de actividad que pueda ser calificada justamente de hazaña. Desde este momento el rasgo característico de la vida de la clase ociosa es una exención ostensible de toda tarea útil.
Las ocupaciones normales y características de esta clase en la fase madura de su historia a la que nos estamos refiriendo son, desde el punto de vista formal, muy semejantes a las de sus primeros tiempos. Esas ocupaciones son el gobierno, la guerra, los deportes y las prácticas devotas. Personas exageradamente amigas de las sutilezas teóricas complicadas pueden sostener que esas ocupaciones son aún «productivas», siquiera sea de modo incidental e indirecto, pero hay que notar como hecho decisivo del problema que tratamos el de que el motivo ordinario y ostensible que tiene la clase ociosa para ocuparse de esas tareas no es evidente mente un aumento de riqueza por medio del esfuerzo productivo. En éste, como en cualquier otro estadio cultural, se gobierna y se hace la guerra, al menos en parte, en provecho pecuniario de quienes dirigen ambas actividades; pero es un provecho conseguido mediante el método honorable de la captura y la conversión. Algo semejante puede decirse de la caza, pero con una diferencia: cuando la comunidad sale del estadio cazador, propiamente dicho, la caza viene a diferenciarse de modo gradual en dos ocupaciones distintas. De un lado es una profesión, ejercida principalmente con ánimo de lucro; falta en ella virtualmente el elemento de hazaña o, en todo caso, no se da en grado suficiente para absolver a quien la practica de la imputación de dedicarse a una industria lucrativa. Por otra parte, la caza es también un deporte -un simple ejercicio del impulso depredador. Como tal no ofrece un incentivo pecuniario apreciable, pero contiene, en cambio, un elemento, más o menos ostensible, de hazaña. Es este último aspecto de la caza -expurgado de toda imputación de constituir una actividad lucrativa- el único meritorio y el único que corresponde al esquema general de la vida de la clase ociosa desarrollada.
La abstención del trabajo no es sólo un acto honorífico o meritorio, sino que llega a ser un requisito impuesto por el decoro. La insistencia en la propiedad como base de la reputación es muy ingenua e imperiosa durante los estadios primeros de la acumulación de riqueza. Abstenerse del trabajo es la prueba convencional de la riqueza y, por ende, la marca convencional de una buena posición social; y esta insistencia en lo meritorio de la riqueza conduce a una insistencia más vigorosa en el ocio, Nota notae est nota rei ipsius.
Según las leyes permanentes de la naturaleza humana, la prescripción se apodera de esta prueba convencional de riqueza y la fija en los hábitos mentales de los hombres como algo sustancialmente meritorio y ennoblecedor en sí; en tanto que el trabajo es productivo, se convierte a la vez, por un proceso análogo, en intrínsecamente indigno, y ello en un doble sentido. La prescripción acaba por hacer no sólo que el trabajo sea deshonroso a los ojos de la comunidad, sino moralmente imposible para quien ha nacido noble y libre, e incompatible con una vida digna.
Este tabú opuesto al trabajo tiene otra consecuencia ulterior respecto a la diferenciación industrial de las clases. Al aumentar la densidad de la población y convertirse el grupo depredador en comunidad industrial constituida, ganan en alcance y consistencia las autoridades y costumbres establecidas que rigen la propiedad. Se hace impracticable acumular riqueza por simple captura y, como lógica consecuencia, la adquisición por la industria es igualmente imposible para hombros pobres y orgullosos. Las alternativas que les quedan a estas personas son la mendicidad y la privación. Dondequiera que el canon del ocio ostensible tenga posibilidades de operar con libertad, surgirá una clase ociosa secundaria y en cierto sentido espuria -despreciablemente pobre y cuya vida será precaria, llena de necesidades e incomodidades; pero esa clase será moralmente incapaz de lanzarse a empresas lucrativas-. El caballero venido a menos y la dama que ha conocido días mejores no son, ni siquiera hoy, fenómenos desconocidos. Este penetrante sentido de la indignidad del más ligero trabajo manual es familiar a todos los pueblos civilizados, lo mismo que a pueblos que se encuentran en una cultura pecuniaria menos avanzada. En personas de sensibilidad delicada que han testado largo tiempo habituadas a las buenas formas, el sentido de lo vergonzoso del trabajo manual puede llegar a ser tan fuerte que en coyunturas críticas supere incluso al instinto de conservación. Así, por ejemplo, se cuenta de ciertos jefes polinesios que bajo el peso de las buenas formas prefirieron morir de hambre a llevarse los alimentos a la boca con sus propias manos. Es cierto que esta conducta puede haber sido debida, al menos en parte, a una excesiva santidad o tabú anejos a la persona del jefe. El contacto de sus manos habría comunicado el tabú y habría hecho inapropiada para servir de alimento a cualquier cosa tocada por él. Pero el tabú mismo es un derivado de la indignidad o la incompatibilidad moral del trabajo, de modo que, aun interpretándola en ese sentido, la conducta de los jefes polinesios es más fiel al canon del ocio honorífico de lo que pudiera parecer a primera vista. Un ejemplo mejor, o al menos más inequívoco, nos lo ofrece el caso de cierto rey de Francia de quien se cuenta que perdió la vida por un exceso de fuerza moral en la observancia de las buenas formas. En ausencia del funcionario cuyo oficio era trasladar el asiento de su señor, el rey se sentó sin protesta ante el fuego, y permitió que su real persona se tostase hasta un punto en que fue imposible curarle. Pero al hacerlo así salvó a Su Majestad Cristianísima de la contaminación servil.

Summum crede nefas animam praeferre pudori
Ea propter vitam vivendi perdere causas.

Ya se ha notado que el término «ocio», tal como aquí se emplea, no comporta indolencia o quietud. Significa pasar el tiempo sin hacer nada productivo: 1) por un sentido de la indignidad del trabajo productivo, y 2) como demostración de una capacidad pecuniaria que permite una vida de ociosidad. Pero la vida del caballero ocioso no se vive en su totalidad ante los ojos de los espectadores a los que hay que impresionar con ese espectáculo del ocio honorífico en que, según el esquema ideal, consiste su vida. Alguna parte del tiempo de su vida está oculta a los ojos del público y el caballero ocioso tiene que poder dar -en gracia a su buen nombre- cuenta convincente de ese tiempo vivido en privado. Tiene que encontrar medios de poner de manifiesto el ocio que no ha vivido a la vista de los espectadores. Esto sólo puede hacerse de modo indirecto, mediante la exhibición de algunos resultados tangibles y duraderos del ocio así empleado, de manera análoga a la conocida exhibición de productos tangibles y duraderos del trabajo realizado para el caballero ocioso por los artesanos y servidores que emplea.
La prueba duradera del trabajo productivo consiste en su resultado material -generalmente algún artículo de consumo-. De modo semejante, en el caso de la hazaña es posible y usual procurarse algún resultado tangible que se pueda exhibir a modo de trofeo o botín. En una fase posterior del desarrollo se acostumbra a emplear algún distintivo o insignia de honor que sirva como marca convencionalmente aceptada de la hazaña y que indique a la vez la cantidad o grado de hazaña que simboliza. Al aumentar la densidad de población y hacerse más complejas y numerosas las relaciones humanas, todos los detalles de la vida sufren un proceso de elaboración y selección y en ese proceso de elaboración el uso de trofeos desarrolla un sistema de rangos, títulos, grados y enseñas de los que son ejemplo típico los emblemas heráldicos, las medallas y las condecoraciones honoríficas.
Desde el punto de vista económico, el ocio, considerado como ocupación, tiene un parecido muy cercano con la vida de hazañas; y los resultados que caracterizan una vida de ocio y que sirven como criterios de decoro tienen mucho de común con los trofeos que resultan de las hazañas. Pero el ocio en el sentido más estricto, a diferencia de la hazaña y de todo esfuerzo productivo empleado en objetos que no son de utilidad intrínseca, no deja ningún producto material. Los criterios demostrativos de una ociosidad anterior toman, por tanto, generalmente la forma de bienes «inmateriales». Ejemplo de tales pruebas inmateriales de ociosidad son tareas casi académicas o casi prácticas y un conocimiento de procesos que no conduzcan directamente al fomento de la vida humana. Tales, en nuestra época, el conocimiento de las lenguas muertas y de las ciencias ocultas; de la ortografía, de la sintaxis y la prosodia; de las diversas formas de música doméstica y otras artes empleadas en la casa; de las últimas modas en materia de vestidos, mobiliario y carruajes; de juegos, deportes y animales de lujo, tales como los perros y los caballos de carrera. En todas estas ramas del conocimiento, el motivo inicial de donde procede en un principio su adquisición y de donde advino su boga puede haber sido algo por entero distinto del deseo de mostrar que uno no había pasado el tiempo ocupado en tareas industriales; pero a menos que esos conocimientos hubieran sido aprobados socialmente como demostración de un empleo improductivo del tiempo, no habrían sobrevivido, ni conservado su puesto como prendas convencionales de la clase ociosa.
Tales conocimientos pueden clasificarse, en algún sentido, como ramas del saber. Además -y más allá- de ellos hay toda una serie de hechos sociales que pasan imperceptiblemente de la región del saber a la de los hábitos y la destreza físicas. Tales son los que se conocen como modales y buena educación, usos corteses, decoro y, en términos generales, las prácticas formales y ceremoniales. Esta clase de hechos se presentan a la observación de modo más inmediato y directo; son por ello requeridos con mayor insistencia como prueba necesaria de un grado respetable de ociosidad. Merece la pena de observar que todas esas clases de prácticas ceremoniales a las que se clasifica bajo el epígrafe general de modales tienen un mayor grado de estimación entre los hombres en aquel estadio cultural en el que el ocio ostensible tiene la máxima boga como signo de respetabilidad, que en etapas posteriores del desarrollo cultural. El bárbaro del estadio de la industria casi pacífica es un caballero bien nacido, de modo mucho más notorio en todo lo que se refiere al decoro que los hombres de épocas posteriores, con excepción de los más exquisitos. Es bien sabido -o al menos se cree por lo general- que los modales se han ido pervirtiendo progresivamente conforme se alejaba la sociedad del estadio patriarcal. Muchos caballeros de la vieja escuela se han visto obligados a notar con tristeza que en las comunidades industriales modernas la gente de nacimiento inferior observa los modales y costumbres de las clases mejores; y a los ojos de todas las personas de sensibilidad delicada, la decadencia del código ceremonial -o, dicho de otro modo, la vulgarización de la vida- entre las clases industriales propiamente dichas es una de las más cimeras enormidades de la civilización en los últimos tiempos. La decadencia que ha sufrido el código en manos de la gente industriosa atestigua -dejando aparte todo vituperio- que el decoro es un producto y un exponente de la vida de la clase ociosa y sólo prospera de modo pleno en un régimen de status.
El origen -o, mejor dicho, la procedencia- de los modales ha de buscarse, sin duda, en algo que no sea un esfuerzo consciente por parte de las personas de buenas maneras encaminado a demostrar que han gastado mucho tiempo en adquirirlo. El fin próximo de la innovación y de su elaboración ulterior ha sido la superior eficacia de la nueva invención en punto a belleza o expresividad. Como suponen habitualmente antropólogos y sociólogos, el código ceremonial de los usos y costumbres decorosos debe, en gran parte, su comienzo y desarrollo al deseo de conciliarse a los demás o demostrarles buena voluntad, y este motivo inicial rara vez está ausente -caso de que llegue a faltar en alguna ocasionen la conducta de las personas de buenas maneras en cualquier estadio ulterior de desarrollo.
Los modales -se nos dice- son, en parte, una estilización de los gestos y en parte supervivencias simbólicas y convencionalizadas que representan actos anteriores de dominio o de servicio o contacto personal. En gran parte son expresión de la relación de status -una pantomima simbólica de dominación por una parte y de subordinación por otra-. Allí donde en nuestros días son los hábitos mentales depredadores y la actividad consiguiente de dominio y servidumbre los que imprimen carácter al esquema general de la vida, la importancia de todos los puntillos de conducta es extrema, y la asiduidad con la que se practica la observancia ceremonial de rangos y títulos se aproxima mucho al ideal implantado por el bárbaro en la cultura nómada cuasi pacífica. Algunos de los países del continente europeo presentan buenos ejemplos de esta supervivencia espiritual. Esas comunidades se aproximan también al ideal arcaico por lo que se refiere a la estimación atribuida a los modales como hecho de valor intrínseco. Los modales comenzaron por ser símbolo y pantomima y sólo tenían utilidad como exponente de los hechos y cualidades simbolizados; pero sufrieron después la transmutación que suele acompañar en el trato humano a los hechos simbólicos. Los modales vinieron a tener -en el concepto popular- una utilidad per se, adquirieron un carácter sacramental, independiente en gran medida de los hechos que originariamente representaban. Las desviaciones del código del decoro han pasado a ser odiosas per se a todos los hombres, y la buena educación no es, en el concepto común, una mera marca adventicia de excelencia humana, sino una característica que forma parte del alma digna. Hay pocas cosas que nos provoquen tanta repugnancia instintiva como una infracción del decoro; y hemos ido tan lejos en la dirección de imputar a las observancias ceremoniales de la etiqueta una utilidad intrínseca, que pocos de nosotros, admitiendo que pueda haber alguno, podamos asociar una falta de urbanidad de un sentimiento de la indignidad fundamental del culpable. Puede perdonarse el quebrantamiento de la palabra empeñada, pero una falta de decoro es imperdonable. «Los modales hacen al hombre»
No obstante, aunque los modales tienen esta utilidad intrínseca, tanto a juicio de quien los practica como del observador, este sentido de la rectitud intrínseca del decoro no es más que el fundamento próximo de la boga de los modales y la buena educación. Su fundamento económico ulterior ha de buscarse en el carácter honorífico de ese ocio o empleo no productivo del tiempo y el esfuerzo, sin el cual no se adquieren los buenos modales. El conocimiento y hábito de las buenas formas no se consigue sino mediante el uso largo y continuado. Gustos, modales y hábitos de vida refinados son una prueba útil de hidalguía, porque la buena educación exige tiempo, aplicación y gastos, y no puede, por ende, ser adquirida por aquellas personas cuyo tiempo y energía han de emplearse en el trabajo. El conocimiento de las buenas formas es a primera vista una prueba de que aquella parte de la vida de una persona bien educada que no se desarrolla bajo las miradas del espectador se ha empleado dignamente en adquirir conocimientos que no tienen efecto lucrativo, En último análisis, el valor de los modales reside en el hecho de que éstos son pregoneros de una vida ociosa. Por tanto -y recíprocamente-, como el ocio es el medio convencional de conseguir reputación pecuniaria, la adquisición de un conocimiento bastante profundo de lo relativo al decoro es algo necesario para todo el que aspire a una mediana reputación desde el punto de vista pecuniario.
Aquella parte de la vida ociosa honorable que no se desarrolla a la vista de los espectadores puede servir a las finalidades de reputación sólo en la medida en que deja tras sí un resultado tangible, visible, que pueda ser exhibido, medido y comparado con productos de la misma clase exhibidos por otros aspirantes que compiten en la lucha por la reputación. Tal efecto se produce, en forma de modales y conducta de gente ociosa, como consecuencia del simple hecho de una persistente abstención del trabajo, aun cuando el interesado no piense en ello y no se preocupe de adquirir un aire de opulencia y señorío debidos a la ociosidad. Parece ser especialmente cierto que varías generaciones de ociosidad dejan un efecto persistente y perceptible en la conformación de la persona, y aun mayor en su conducta y modales habituales. Pero todas las sugestiones de una vida persistentemente ociosa y todo el conocimiento de lo decoroso, que son consecuencia de la habituación pasiva, pueden mejorarse aún más de modo reflexivo mediante un esfuerzo asiduo por adquirir los signos distintivos de un ocio honorable, haciendo de la exhibición ulterior de estos signos adventicios de exención del trabajo útil, objeto de una disciplina vigorosa y sistemática. No hay duda de que éste es un punto en el que una aplicación diligente de esfuerzo y gastos puede fomentar de modo muy eficaz el logro de un dominio decoroso de las facultades que distinguen a la clase ociosa. Recíprocamente, cuanto mayor sea el grado de eficacia y más patentes las pruebas de un alto grado de habituación a prácticas que no sirven a ningún propósito lucrativo o directamente utilitario, mayor es el gasto de tiempo y materia implicados por su adquisición y mayor la buena reputación que de ello resulta. De ahí que en la lucha competitiva por el dominio de los buenos modales se tomen tantos trabajos para cultivar los hábitos de conducta decorosa y de ahí que los detalles de decoro se conviertan en una disciplina amplia a la que se requiere que se conformen todos aquellos que aspiran a ser considerados como gente de reputación impecable. Y de ahí también, por otra parte, que el ocio ostensible, del que el decoro es una ramificación, se convierta gradualmente en una instrucción laboriosa en materia de comportamiento y en una educación del gusto y una discriminación respecto a cuáles de los artículos de consumo son decorosos y a cuáles sean los métodos decorosos de consumirlos.
Merece la pena notar, en conexión con esto, el hecho de que se ha utilizado la posibilidad de producir idiosincrasias personales patológicas y de otro tipo y de trasmitir los modales característicos mediante una imitación astuta y una educación sistemática para crear deliberadamente una clase culta, a veces con resultados muy felices. De esta manera, mediante el proceso vulgarmente conocido como esnobismo, se logra una evolución sincopada de la hidalguía de nacimiento y educación de un buen número de familias y linajes. Esta hidalguía sincopada da resultados que, desde el punto de vista de la utilidad que presentan para la existencia de una clase ociosa en la población, no son, en modo alguno, sustancialmente inferiores a otros que han tenido una preparación más ardua en las conveniencias pecuniarias.
Hay, además, grados mensurables de conformidad con el último código acreditado de puntillos relativos a los medios decorosos y a los métodos de consumo. Pueden compararse las diferencias entre una persona y otra en punto al grado de conformidad con el ideal en esos aspectos, y es también posible graduar y clasificar a las personas con cierta exactitud, con arreglo a una escala progresiva de modales y educación. La concesión de reputación se hace a este respecto, por lo general, de buena fe, a base de la conformidad con los cánones de gusto aceptados en las materias de que se trate, y sin una consideración consciente de la situación pecuniaria o el grado de ocio que ha disfrutado un determinado candidato a la reputación; pero los cánones de gusto con arreglo a los cuales se hace esa concesión están constantemente vigilados por la ley del ocio ostensible y sufren continuamente cambios y revisiones encaminados a ponerles en consonancia más estricta con sus exigencias. Por ello, aunque la base próxima a la discriminación pueda ser de otra clase, el principio dominante y perdurable de la prueba de buena educación es la exigencia de un gasto importante y evidente de tiempo. Dentro del ámbito de aplicación de este principio, puede haber un grado considerable de variación en los detalles, pero son variaciones de forma y expresión y no variaciones sustanciales.
Gran parte de la cortesía del trato cotidiano es, desde luego, expresión directa de consideración y buena voluntad y, en su mayor parte, no es necesario hacer derivar este elemento de la conducta de ninguna base subyacente de reputación para explicar su presencia a la aprobación con que se le mira; pero no ocurre lo mismo con el código de las conveniencias. Estas últimas son expresión del status. Desde luego, es suficientemente claro, para cualquiera que se tome la molestia de observar, que nuestra conducta con respecto a los servidores y a otras personas inferiores que dependen pecuniariamente de nosotros es la conducta de una persona que se encuentra en posición de superioridad dentro de una relación de status, aunque esta manifestación se modifica con frecuencia suavizándose en gran medida la expresión original de dominio puro. De modo semejante, nuestra conducta respecto a los superiores, y en gran parte también respecto a los iguales, expresa una actitud más o menos convencionalizada de subordinación. Sirva de ejemplo la presencia señorial del caballero o la dama de alta categoría, que atestiguan tanto el dominio e independencia de las circunstancias económicas y que, a la vez, apelan con fuerza tan convincente a nuestro sentido de lo correcto y amable. Es entre los miembros de la clase ociosa más elevada, que no tienen superiores y que tienen pocos iguales, donde el decoro encuentra su expresión más plena y madura; y es también esta clase superior la que da al decoro la formulación definitiva que le hace servir como canon de conducta para las clases inferiores. Y también aquí el código es evidentemente un código de status y muestra de modo patente su incompatibilidad con todo trabajo productivo vulgar. Una seguridad divina y una complacencia imperiosa -como de quien está acostumbrado a exigir que se le sirva y a no pensar en el mañana- constituyen el derecho innato y el criterio distintivo del caballero en su mejor forma; y en el concepto popular, es aún más que eso, porque este modo de conducta es aceptado como atributo intrínseco de un valor superior, ante el cual el plebeyo de baja cuna se deleita en inclinarse y someterse.
Como se ha indicado en un capítulo anterior, hay razones para creer que la institución de la propiedad ha comenzado por la propiedad de personas y en primer lugar de mujeres. Los incentivos para adquirir tal propiedad han sido, al parecer: 1) una propensión a dominar y coaccionar, 2) la utilidad de aquellas personas como demostración de la proeza de su dueño y 3) la utilidad de sus servicios.
El servicio personal ocupa un lugar peculiar en el desarrollo económico. Durante el estadio de la industria casi pacífica y, en especial, en los primeros tiempos del desarrollo de la industria dentro de los límites generales de esa etapa, el motivo dominante de la adquisición de la propiedad de personas parece haber sido ordinariamente la utilidad de sus servicios. Se valora a los siervos por sus servicios. Pero el predominio de ese motivo no se debe a una decadencia de la importancia absoluta de las otras dos utilidades que presentan los siervos. Lo que ocurre es, más bien, que las nuevas circunstancias de la vida acentúan la utilidad de los siervos en el último aspecto citado. Las mujeres y otros esclavos son valorados en mucho, no sólo como evidencia de riqueza, sino como medio de acumularla. Si la tribu se dedica al pastoreo, constituye, junto con el ganado, la forma usual de inversión lucrativa. En la cultura casi pacífica, la esclavitud de la mujer impone hasta tal punto su carácter a la vida económica, que la mujer llega a servir como unidad de valor entre los pueblos que se encuentran en ese estadio cultural - como, por ejemplo, en los tiempos homéricos-. Donde ocurre así no puede discutirse que la base del sistema industrial es la esclavitud del tipo que considera a los esclavos como cosas y que las mujeres son comúnmente esclavas. La gran relación humana que penetra todo el sistema es la de amo y siervo. La prueba de riqueza aceptada como indiscutible es la posesión de muchas mujeres y a la vez de otros esclavos ocupados en servir a la persona del amo y en producir bienes para él.
Se establece entonces una división del trabajo por la cual el servicio personal al amo se convierte en oficio especial de una parte de los siervos, en tanto que los empleados en ocupaciones industriales propiamente dichas se alejan cada vez más de toda relación inmediata con la persona del señor. A la vez aquellos esclavos cuya tarea es el servicio personal, incluyendo en ella las obligaciones domésticas, van siendo gradualmente eximidos de la industria productiva encaminada a fines lucrativos.
Este proceso de exención progresiva común de las tareas industriales corrientes comenzará generalmente por la esposa, o la esposa principal. Una vez que la comunidad ha llegado a adquirir hábitos de vida fijos, resulta impracticable la captura de esposas en tribus hostiles como fuente consuetudinaria de aprovisionamiento de mujeres. Donde se ha logrado este avance cultural la esposa principal es de ordinario de sangre hidalga, y el hecho de que lo sea apresura su exención de las tareas vulgares. No podemos estudiar aquí la manera cómo se origina el concepto de sangre hidalga ni el lugar que ocupa en el desarrollo del matrimonio. Para nuestro propósito actual, bastará con decir que la sangre hidalga es aquella que ha sido ennoblecida por un contacto prolongado de la riqueza acumulada o con prerrogativas inquebrantadas. Se prefiere para el matrimonio a la mujer que tiene esos antecedentes familiares, tanto por la alianza con sus poderosos parientes que resulta de la unión, como porque se siente que se hereda una sangre que ha estado asociada con muchos bienes y gran poder. La esposa seguirá siendo propiedad de su marido, de la misma manera que era propiedad de su padre antes de la compra, pero a la vez es de la sangre hidalga de su padre; por ello, desde el punto de vista moral, es incongruente que se ocupe en las tareas denigrantes que desempeñan sus compañeras de servidumbre. Por completa que sea su sumisión al amo y por inferior que sea la mujer a los miembros varones del estrato social en que la colocó su nacimiento, el principio de que la hidalguía es transmisible operará para colocarla por encima del esclavo corriente; y en cuanto el principio haya adquirido autoridad prescriptiva, la investirá en cierta medida con la prerrogativa del ocio que es el signo principal de hidalguía. Ayudada por este principio de la hidalguía transmisible, si la riqueza del propietario de la mujer lo permite, la exención de la esposa gana en alcance hasta llegar a incluir la exención del servicio personal denigrante y no sólo del servicio industrial. Al avanzar el desarrollo industrial y acumularse la propiedad en relativamente pocas manos, se eleva el nivel convencional de riqueza de las clases superiores. La misma tendencia a la exención del trabajo manual y, con el transcurso del tiempo, del trabajo doméstico servil, se amplía más adelante hasta incluir a las demás esposas, caso de haberlas, y también a otros siervos que atienden directamente al amo. La exención es más tardía cuanto más remota es la relación en que se encuentra el siervo con la persona del amo.
Si la situación pecuniaria del señor lo permite, el desarrollo de una clase especial de servidores personales o corporales se ve favorecido también por la gran importancia atribuida a este tipo de servicio. Siendo la persona del amo la encarnación de la dignidad y el honor, tiene el máximo interés. Tanto para su reputación con la comunidad como para su propio respeto, es cuestión de gran consecuencia el hecho de tener a su disposición servidores especializados y eficientes, cuyo cuidado directo de la persona del amo no se vea distraído de este su oficio principal por ninguna otra ocupación subsidiaria. Estos servidores especializados son más útiles por la exhibición que representan que por el servicio efectivamente realizado. En cuanto no se les tiene sólo para exhibirlos ofrecen al amo la satisfacción deservir de campo de acción a la propensión del dueño hacia el dominio. Ciertamente, el cuidado del aparato doméstico cada vez más grande puede necesitar un aumento de trabajo; pero como el aparato aumenta generalmente con objeto de servir de medio para la buena reputación, más que como medio de comodidad, esta atenuación no es de gran peso. Todas estas clases de utilidad se ven mejor servidas por un gran número deservidores altamente especializados. Por tanto, se produce una creciente diferenciación y multiplicación deservidores domésticos y personales junto con una concomitante exención progresiva de tales servidores del trabajo productivo. En virtud de que se les utiliza como demostración de la capacidad de pago, el oficio de tales servidores domésticos tiende constantemente a incluir menos obligaciones y, de modo paralelo, su servicio tiende a convertirse en meramente nominal. Ello es cierto en especial de aquellos servidores que están dedicados de modo más inmediato y ostensible al cuidado del amo. Su utilidad viene así a consistir en gran parte en su exención notoria del trabajo productivo y en la demostración de la riqueza y el poder del señor que tal expansión proporciona.
Después de haber progresado bastante la práctica de emplear un cuerpo especial de servidores que viven en esta situación de ocio ostensible, se empezó a preferir a los hombres para servicios en los que se ve de modo destacado a quien los practica. Las razones, en especial los de apariencia robusta y decorativa, tales como los escuderos y otros sirvientes, deben ser, y son sin duda, más vigorosos y costosos que las mujeres. Son más aptos para esta tarea, ya que demuestran un gasto mayor de tiempo y de energía humana. Por ello, en la economía de la clase ociosa la esposa siempre afanada de los primeros tiempos patriarcales, con su séquito de doncellas trabajadoras, cede el puesto a la dama y al lacayo.
En todos los grados y pasos de la vida y en todos los estadios del desarrollo económico el ocio de la dama y el lacayo difiere del ocio del caballero que lo es por derecho propio, puesto que el primero es aparentemente una ocupación de tipo laborioso. En gran parte, toma la forma de un cuidado minucioso y atento al servicio del amo o al mantenimiento y elaboración de los accesorios v adornos domésticos, de modo que esta clase ociosa sólo merece este calificativo en cuanto que realiza poco o ningún trabajo productivo, pero no en el sentido de que evite toda apariencia de trabajo. Las tareas realizadas por la dama o por los servidores domésticos son, con frecuencia, bastante arduas y están encaminadas, también con frecuencia, a fines considerados como extremadamente necesarios para la comodidad de toda la familia. Hasta el punto en que tales servicios conducen a la eficiencia física o a la comodidad del amo y del resto de las personas de la casa, han de ser considerados como trabajo productivo. Sólo el residuo de actividades que queda una vez deducido este trabajo efectivo debe clasificarse como ociosidad.
Pero muchos de los servicios clasificados como cuidados domésticos en la vida cotidiana moderna y muchos de los bienes requeridos por el hombre civilizado para llevar una existencia agradable tienen carácter ceremonial. Han de ser clasificados, por tanto, como ociosidad en el sentido en que aquí se usa esta palabra. Pueden, a pesar de ello, ser imperativamente necesarios desde el punto de vista de una existencia decorosa; pueden, incluso, ser necesarios para la comodidad personal aunque su carácter sea principal o totalmente ceremonial. Pero en cuanto comparten este carácter son imperativos y necesarios porque se nos ha enseñado a exigirlos, so pena de incurrir en indignidad o suciedad ceremoniales. Nos sentimos incómodos en el caso de que nos falten, pero no porque su ausencia produzca una incomodidad física de modo directo, ni porque un gusto no educado para discriminar entre lo que se considera desde el punto de vista convencional como bueno y como malo pudiera sentirse molesto por su omisión. En la medida en que esto ocurre, el trabajo empleado en estos servicios ha de clasificarse corno ocio, y cuando lo realizan personas ente libres ni dirigen el establecimiento, debe clasificarse como ocio vicario (vicarious leisure).
El ocio vicario al que dedican su tiempo las esposas y criados -y al que se clasifica como cuidados domésticos puede convertirse, con frecuencia, en tráfago rutinario y penoso, en especial cuando la competencia por la reputación es viva y dura. Así ocurre con frecuencia en la vida moderna. Donde ello sucede, el servicio doméstico que comprende los deberes de esta clase servil puede denominarse con más propiedad esfuerzo derrochado que ocio vicario. Pero este último término tiene la ventaja de que indica la línea de donde derivan estos oficios domésticos a la vez que sugiere cuál es la base económica sustancial de su utilidad, ya que estas ocupaciones son principalmente útiles como método de atribuir al amo o a la casa una reputación pecuniaria fundándose en que se gasta en ella una cantidad notoria de tiempo y esfuerzo.
De este modo surge, pues, una clase ociosa subsidiaria o derivada, cuya tarea es la práctica de un ocio vicario para mantener la reputación de la clase ociosa primaria o auténtica. Esta clase ociosa vicaria se distingue de la auténtica por un rasgo característico de su modo habitual de vida. El ocio de la clase señora consiste, al menos ostensiblemente, en ceder a una inclinación a evitar el trabajo, y se presume que realza el bienestar y la plenitud de vida del amo; pero el ocio de la clase servil exenta del trabajo productivo es, en cierto modo, un esfuerzo que se le exige y que no está dirigido de modo primordial o normal a la comodidad de quienes pertenecen a ella. La ociosidad del criado no es su propia ociosidad. Hasta el punto en que es un servidor en el pleno sentido de esta palabra, y no es a la vez un miembro de un grado inferior a la clase ociosa propiamente dicha, su ocio se produce a guisa de servicio especializado, encaminado a favorecer la plenitud de vida de su amo. La evidencia de esta relación de servidumbre aparece, sin duda, en el porte y modo de vida del sirviente. Lo mismo puede decirse, a menudo, de la esposa en el largo estadio económico durante el cual es aún primordialmente sierva -es decir, mientras sigue en vigor la comunidad doméstica encabezada por el varón-. Para satisfacer las exigencias del esquema de vida de la clase ociosa, el sirviente debe no sólo mostrar una actitud de subordinación, sino también los efectos de una educación especial y una práctica de esa subordinación. El sirviente o esposa debe no sólo desempeñar ciertos oficios y mostrar una disposición servil, sino que es imperativo que dé muestras de una facilidad adquirida en la práctica de la subordinación -de una conformidad, debida a una larga preparación, con los cánones de la subordinación efectiva y notoria-. Incluso hoy día son esta aptitud y esta habilidad adquiridas en la manifestación formal de la relación servil lo que constituye el elemento principal de utilidad de nuestros criados bien pagados, así como una de las principales cualidades que adornan a la esposa bien educada.
El primer requisito de un buen sirviente consiste en saber con claridad cuál es su sitio. No basta que sepa cómo conseguir ciertos resultados mecánicos deseados; tiene, por encima de todo, que saber cómo conseguir esos resultados en la forma debida. Puede decirse que el servicio doméstico es una función más bien espiritual que mecánica. Se desarrolla gradualmente un sistema complicado de buenas formas que regulan de modo específico la manera como ha de practicarse esa ociosidad vicaria de la clase sirviente. Debe repudiarse toda desviación de esos cánones formales, no tanto porque sea prueba de una falta de eficiencia mecánica, o incluso porque ponga de manifiesto una ausencia de la actitud, y temperamentos serviles, sino porque, en último término, demuestra la ausencia de una preparación especial. La preparación especial para el servicio personal cuesta tiempo y esfuerzo y, allí donde es ostensible en alto grado, demuestra que el criado que la posee no se ocupa ni se ha ocupado habitualmente de ninguna tarea productiva. Es una presunción de una ociosidad vicaria que data de mucho tiempo atrás. De ese modo el servicio así preparado es útil no sólo en cuanto satisface la preferencia instintiva del amo por el trabajo hábil y bien hecho, así como su tendencia a un dominio ostensible sobre las personas cuyas vidas sirven a la suya, sino que tiene también la utilidad de poner en evidencia un consumo de servicio humano mucho mayor del que mostraría el mero ocio ostensible practicado por una persona sin la debida preparación. Es una falta grave que el mayordomo o lacayo cumpla sus deberes en la mesa o el carruaje de su señor con tan mal estilo que aparentemente su ocupación habitual haya podido ser la labranza o el pastoreo. Tal trabajo torpemente realizado implicaría la incapacidad del amo para procurarse los servicios de sirvientes especialmente preparados; es decir, implicaría incapacidad de pagar el gasto de tiempo, esfuerzo e instrucción requeridos para capacitar a un sirviente preparado para el servicio especial de que se trate, con arreglo a un código formal rígido. Si la actuación del criado hace suponer falta de medios por parte del amo, contradice la finalidad sustancial del servicio, ya que la utilidad principal del criado es la demostración que supone la capacidad de pago de su amo.
Lo que se acaba de decir podría interpretarse en el sentido de que la falta de un criado mal preparado consiste en la sugestión directa de que sus servicios son baratos o útiles, Pero, desde luego, no ocurre así. La conexión es mucho menos inmediata. Lo que ocurre aquí es lo que acontece de modo general. Cualquier cosa que aprobamos en su comienzo, sea cual sea el motivo de la aprobación, acaba por aparecérsenos como justificada por sí sola; acaba por ser clasificada en nuestros hábitos mentales como sustancialmente buena. Mas para que un canon específico de conducta pueda mantener su boga, tiene que continuar estando apoyado por el hábito o actitud que constituye la norma de su desarrollo, o al menos tiene que no ser incompatible con él. La necesidad de un ocio vicario o un gasto ostensible de servicios es un incentivo dominante en el sostenimiento de sirvientes. Mientras esto siga siendo cierto, puede decirse, sin provocar mucha discusión, que se considerará insoportable todo apartamiento de los usos aceptados que pueda sugerir un aprendizaje abreviado del servicio. La exigencia de una ociosidad vicaria costosa actúa indirectamente, de modo selectivo, guiando la formación de nuestros gustos -de nuestro sentido de lo correcto en tales materias-, y produce también la exclusión de ciertas desviaciones al no dar a éstas la aprobación necesaria.
Al ascender el nivel de riqueza reconocido por el consenso común, la posesión y explotación de sirvientes como medio de exhibir superfluidad experimenta un refinamiento. La posesión y mantenimiento de esclavos en la producción de bienes es signo de riqueza y hazaña, pero el mantenimiento de sirvientes que no producen nada es signo de una riqueza y una posición aún mayores. Bajo este principio surge una clase de criados, cuanto más numerosa mejor, cuya única ocupación es servir sin objeto especial a la persona de su amo y poner así de manifiesto la capacidad de éste de consumir improductivamente una gran cantidad de servicio. Con ello sobreviene una nueva división del trabajo: surgen los servidores o dependientes cuya vida se emplea en mantener el honor del caballero ocioso. Mientras un grupo produce bienes para él, otro, encabezado generalmente por la esposa, o por la esposa principal, consume para él viviendo en ociosidad ostensible, demostrando con ello su capacidad de soportar un gran quebranto pecuniario, sin poner en peligro su opulencia superior.
Este bosquejo -¿un tanto idealizado y esquemático?- del desarrollo y naturaleza del servicio doméstico es más cercano a la verdad en aquella etapa cultural que hemos denominado estadio industrial «casi pacífico». En ese estadio el servicio personal se eleva por primera vez a la categoría de institución económica, y es en ese estadio donde ocupa un mayor lugar en el esquema general de vida de la comunidad. En la secuencia cultural, el estadio casi pacífico sigue al estadio depredador y los dos son fases sucesivas de la vida bárbara. Su rasgo característico es una observancia formal de la paz y el orden, pero la vida tiene todavía en él mucho de coacción y antagonismo de clase para que se la pueda llamar pacífica, en el pleno sentido de la palabra. Para muchos propósitos, y desde puntos de vista distintos del económico, podría denominársele también etapa del status. Este término resume bien el método de relación humana durante esa etapa y la actitud espiritual de los hombres en ese nivel de cultura. Pero como término descriptivo que caracterice los métodos dominantes en la industria, a la vez que para indicar la tendencia del desarrollo industrial en ese punto de la evolución humana, parece preferible el término casi pacífico. Por lo que hace a las comunidades de la cultura occidental, esta fase del desarrollo económico pertenece probablemente al pasado; salvo para una fracción numéricamente pequeña, aunque muy notoria, de la comunidad, en la cual los hábitos de pensamiento peculiares a la cultura bárbara no han sufrido más que una pequeña desintegración.
El servicio personal sigue siendo un elemento de gran importancia económica, especialmente por lo que se refiere a la distribución y consumo de bienes, pero su relativa importancia, incluso en esta dirección, es, sin duda, menor de lo que fue antaño. El mejor momento de esta ociosidad vicaria pertenece al pasado y no al presente, y su mejor expresión actual ha de encontrarse en el esquema general de vida de la clase ociosa superior. La cultura moderna debe mucho a esta clase en lo que respecta a la conservación de tradiciones, usos y hábitos mentales que pertenecen a un plano cultural más arcaico, por lo que hace a su más amplia aceptación y a su desarrollo más efectivo.
En la comunidad industrial moderna se han desarrollado mucho las invenciones mecánicas de que se puede disponer para la utilidad y comodidad de la vida cotidiana. Tanto es así que los servidores personales, o incluso los domésticos de cualquier clase, serían muy poco empleados a no ser por la base del canon de respetabilidad arrastrado por la tradición del uso anterior. La única excepción serían los sirvientes empleados para cuidar inválidos y débiles mentales. Pero tales servidores entran más bien en el epígrafe de enfermos especiales que en el de servidores domésticos y son, por lo tanto, una excepción más aparente que real a la regla.
La razón próxima de tener servidores domésticos, por ejemplo, en la casa medianamente acomodada de hoy día, es (ostensiblemente) la de que los miembros de la familia no pueden realizar, sin incomodidad, el trabajo que es necesario en esa institución moderna. Y la razón de no poderlo realizar es: 1) que tienen demasiados «deberes sociales», y 2) que el trabajo que es necesario realizar es demasiado duro y abundante. Estas dos razones pueden expresarse también en otra forma: 1) bajo un código imperativo de conveniencias, el tiempo y esfuerzo de los miembros de tal familia han de emplearse ostensiblemente en la práctica de la ociosidad notoria, en forma de visitas, paseos, clubes, círculos de costura, deportes, organizaciones de caridad y demás funciones sociales análogas. Aquellas personas cuyo tiempo y energía se emplean en estas tareas confiesan en privado que todas estas prácticas, así como la atención incidental que hay que dedicar al vestido y otros gastos ostensibles, son muy pesados pero totalmente inevitables; 2) bajo la necesidad del consumo ostensible de bienes, el aparato de la vida se ha hecho tan complicado y engorroso, por lo que se refiere a habitaciones, muebles, antigüedades, guardarropa y comida, que los consumidores de tales cosas no pueden utilizarlas del modo requerido sin ayuda de otras personas. El contacto personal con los individuos contratados para que ayuden a cumplir con la rutina impuesta por el decoro es considerado, por lo general, como desagradable para los ocupantes de la casa, pero se tolera y se paga su presencia para delegarles una parte de este consumo oneroso de bienes de la familia. La presencia de los servidores domésticos y, sobre todo, de la clase especial de servidores personales es una concesión que hace la comodidad física a la necesidad moral del decoro pecuniario.
La manifestación más amplia del ocio vicario en la vida moderna está formada por los denominados deberes domésticos. Estos deberes se están convirtiendo rápidamente en una clase de servicios realizados, no tanto en beneficio personal del cabeza de familia, cuanto en pro de la reputación de la familia como unidad corporativa -grupo del que la esposa es miembro en un pie de igualdad ostensible-. Con la misma velocidad con que la familia para la cual se realiza se aleja de su base arcaica de matrimonio-propiedad, estos deberes domésticos tienden naturalmente a salir de la categoría de ocio vicario en el sentido original de esta fórmula, excepto en cuanto son realizados por servidores pagados para ello. Es decir, que como la ociosidad vicaria es posible únicamente a base de status o servicio pagado, la desaparición de la relación de status en el trato humano lleva consigo la desaparición de la ociosidad vicaria en la misma proporción en que se va produciendo aquélla. Pero hay que añadir, como cualificación de este aserto, que mientras subsista la familia, incluso con una doble cabeza, esa clase de trabajo no productivo, realizado para mantener la reputación familiar, tiene que seguir siendo clasificado como ociosidad vicaria, aunque en un sentido ligeramente modificado. Es un ocio practicado en interés de la familia tomada corporativamente, en vez de serlo, como antes, en beneficio del cabeza y propietario de la comunidad familiar.


IV. Consumo ostensible

En lo dicho acerca de la evolución de la clase ociosa vicaria, y su diferenciación del conjunto de las clases ociosas en general, se ha hecho referencia a una ulterior división del trabajo -la que hay entre las diversas clases serviles-. Una parte de la clase sirviente, especialmente aquellas personas cuya ocupación es la ociosidad vicaria, asume nuevas obligaciones subsidiarias -el consumo vicario de bienes-. La forma más patente de realizar este consumo se ve en el uso de libreas y la de espaciosas habitaciones destinadas a los criados. Otra forma apenas menos visible o eficaz de consumo vicario y mucho más extendida que la anterior es el consumo de alimentos, vestidos, habitación y mobiliario hecho por la dama y el resto del personal que compone la comunidad doméstica.
Pero ya en un punto de la evolución muy anterior al momento en que aparece la dama había empezado a producirse, de modo más o menos sistemático, el consumo especializado de bienes como prueba de fortaleza pecuniaria. El comienzo de una diferenciación en el consumo antecede incluso a la aparición de todo lo que pueda ser denominado propiamente fortaleza pecuniaria. Se encuentra ya en la fase inicial de la cultura depredadora y hasta hay indicios de que se encuentra una incipiente diferenciación en este sentido antes de los comienzos de la vida depredadora. La diferencia más primitiva en el consumo de bienes se parece a la diferenciación posterior que nos es familiar en que es en gran parte de carácter ceremonial, pero, al revés que la última, no descansa en una diferencia de riqueza acumulada. La utilidad del consumo como demostración de riqueza ha de clasificarse como proceso derivado. Es una adaptación a un nuevo fin, por un proceso selectivo de una distinción ya existente y bien cimentada en los hábitos mentales humanos.
En las primeras fases de la cultura depredadora la única diferencia económica es una distinción tosca entre una clase superior honorable, compuesta de los hombres cabales, por una parte, y, por otra, de una clase inferior baja, compuesta de mujeres trabajadoras. De acuerdo con el esquema ideal de vida en rigor en esa época, corresponde a los hombres consumir lo que las mujeres producen. El consumo que corresponde a las mujeres es meramente incidental en relación cor su trabajo, es un medio para que continúen en el mismo y no un consumo encaminado a su propia comodidad y la plenitud de su vida. El consumo improductivo de bienes es honorable, primordialmente, como signo de proeza y prenda de la dignidad humana; de modo secundario llega a ser honorable en sí, en especial por lo que se refiere a las cosas más deseadas. El consumo de artículos alimenticios escogidos, y con frecuencia también el de artículos raros de adorno, se convierte en tabú para las mujeres y los niños; de haber una clase baja (servil) de hombres, el tabú rige también para los incluidos en ella. Con un avance cultural ulterior ese tabú puede convertirse en una simple costumbre de carácter más o menos riguroso, pero cualquiera que sea la base teórica de la distinción mantenida, tanto si es tabú o una convención más amplia, las características del esquema convencional de consumo no cambian fácilmente. Cuando se llega al estadio industrial casi pacífico, con su institución fundamental de la esclavitud que considera a los siervos como cosas, el principio general mas o menos rigurosamente aplicado es el de que la clase industrial baja debe consumir únicamente lo necesario para su subsistencia. Por la naturaleza de las cosas, el lujo y las comodidades de la vida pertenecen a la clase ociosa. El tabú reserva muy estrictamente, para el uso de la clase superior, ciertas vituallas y de modo más especial ciertas bebidas.
La diferenciación ceremonial en materia de alimentos se ve con más claridad en el uso de bebidas embriagantes y narcóticas. Si esos artículos de consumo son costosos se consideran como nobles y honoríficos. Por ello las clases bajas, y de modo primordial las mujeres, practican una continencia forzosa por lo que se refiere a esos estimulantes, salvo en los países donde es posible conseguirlos a bajo costo. Desde la época arcaica, y a lo largo de toda la época patriarcal, ha sido tarea de las mujeres preparar y administrar esos artículos de lujo y, privilegio de los hombres de buena cuna y educación, consumirlos. Por ello, la embriaguez y demás consecuencias patológicas del uso inmoderado de estimulantes tienden, a su vez, a convertirse en honoríficos, como signo en segunda instancia del status superior de quienes pueden costearse ese placer. En esos pueblos las enfermedades que son consecuencia de tales excesos son reconocidas francamente como atributos viriles. Ha llegado incluso a ocurrir que el nombre de ciertas enfermedades corporales derivadas de tal origen, haya pasado a ser en el lenguaje cotidiano sinónimo de «noble» o «hidalgo». Sólo en un estadio cultural relativamente primitivo se aceptan los síntomas del vicio caro, como signo convencional de un status superior y tienden así a convertirse en virtudes y a merecer la deferencia de la comunidad; pero la reputación que va unida a ciertos vicios costosos conserva durante mucho tiempo tanta fuerza que disminuye de modo apreciable la desaprobación suscitada por el abuso de placeres por parte de los hombres de la clase noble acaudalada. La misma distinción valorativa añade fuerza a la desaprobación corriente de todo exceso de este tipo por parte de las mujeres, los menores y, en general, los inferiores. Esta distinción valorativa tradicional no ha perdido su fuerza ni siquiera en los pueblos contemporáneos más avanzados. Allí donde el ejemplo dado por la clase ociosa conserva su fuerza imperativa en la regulación de las convenciones, se observa que las mujeres siguen practicando en gran parte la misma continencia tradicional en lo que se refiere al uso de estimulantes.
Esta caracterización de la mayor continencia en el uso de estimulantes practicada por las mujeres de las clases bien reputadas, puede parecer un refinamiento lógico excesivo realizado a expensas del sentido común. Pero hechos que están al alcance de quien quiera tomarse la molestia de observarlos nos dicen que la mayor abstinencia practicada por las mujeres se debe en parte, a un convencionalismo imperativo; y ese convencionalismo es, de modo general, más fuerte, allí donde la tradición patriarcal -la tradición de que la mujer es una cosa- ha conservado su influencia con mayor vigor. En cierto sentido, que ha sido muy atenuado en alcance y rigor, pero que no ha perdido en manera alguna su significado ni siquiera hoy, esa tradición dice que como la mujer es una cosa, debe consumir únicamente lo necesario para su sustento -excepto en la medida en que su consumo ulterior contribuye a la comodidad o la buena reputación de su amo-. El consumo de cosas lujosas en el verdadero sentido de la palabra es un consumo encaminado a la comodidad del propio consumidor y es, por tanto, un signo distintivo del amo. Todo consumo semejante hecho por otras personas no puede producirse más que por tolerancia de aquél. En las comunidades donde la tradición patriarcal ha modelado profundamente los hábitos mentales populares, podemos encontrar supervivencias del tabú sobre los artículos de lujo, al menos en una condena convencional de su uso por las clases serviles y dependientes. Esto es verdad, en particular, por lo que se refiere a ciertos artículos de lujo, cuyo uso por las clases dependientes privaría a sus amos de comodidad o placer, o que son considerados como de dudosa legitimidad por cualquier otro motivo. A juicio de la gran clase media conservadora de la civilización occidental, el uso de esos diversos estimulantes es perjudicial, al menos para uno, sí no para los dos, de esos objetivos; y el hecho de que sea precisamente entre las clases medias de cultura germánica donde sobrevive un fuerte sentido de las conveniencias de la época patriarcal, donde las mujeres están sometidas en mayor escala a un tabú calificado respecto a los narcóticos y bebidas alcohólicas, es demasiado significativo para pasarlo por alto. Con muchas reservas -tantas más cuanto más se ha ido debilitando la tradición patriarcal- se considera como buena y obligatoria la regla de que las mujeres sólo deben consumir en beneficio de sus amos. Se presenta, naturalmente, la objeción de que el gasto de los vestidos femeninos y los accesorios domésticos es una evidente excepción a esta regla; pero como se verá por lo que sigue, tal excepción es mucho más visible que fundamental.
Durante las primeras etapas del desarrollo económico, el consumo ilimitado de bienes, en especial de los bienes de mejores calidades -idealmente todo consumo que exceda del mínimo de subsistencia- corresponde de modo normal a la clase ociosa. Esa restricción tiende a desaparecer, al menos formalmente, una vez que se ha llegado al estadio pacífico posterior de propiedad privada de los bienes y de un sistema industrial basado en el trabajo asalariado o en la economía de la comunidad doméstica pequeña. Pero durante el estadio cuasi pacífico anterior -en el que estaban tomando fuerza y consistencia tantas de las tradiciones a través de las cuales ha afectado a la vida económica de las épocas posteriores la institución de la clase ociosa- ese principio ha tenido la fuerza de una norma convencional. Ha servido de norma con la que tendía a conformarse el consumo y toda desviación apreciable de ella se consideraba como una forma de aberración, que el desarrollo ulterior había de eliminar, con toda seguridad, más pronto o más tarde.
Así, pues, el caballero ocioso del estadio casi pacífico no sólo consume las cosas de la vida por encima del mínimo exigido para la subsistencia y la eficiencia física, sino que su consumo sufre también una especialización por lo que se refiere a la calidad de los bienes consumidos. Gasta sin limitaciones bienes de la mejor calidad en alimentos, bebidas, narcóticos, habitación, servicios, ornamentos, atuendo, armas y equipo, diversiones, amuletos e ídolos o divinidades. En el proceso de mejora gradual que se produce en los artículos de consumo, el principio motivador y la finalidad próxima a la innovación es, sin duda, la mayor eficiencia de los productos mejores y más elaborados para la comodidad y bienestar personales. Pero no es ése el único propósito de su consumo. Está presente aquí el canon de reputación y se apodera de las innovaciones que con arreglo al patrón por él establecido son aptas para sobrevivir. Dado que el consumo de esos bienes de mayor excelencia supone una muestra de riqueza, se hace honorífico; e inversamente, la imposibilidad de consumir en cantidad y calidad debidas se convierte en signo de inferioridad y demérito.
El desarrollo de esta discriminación puntillosa respecto a la excelencia cualitativa, del comer, el beber, etcétera, afecta no sólo el modo de vida, sino también la educación y la actividad intelectual del caballero ocioso. Ya no es sólo el macho agresivo y afortunado -el hombre que posee fuerza, recursos e intrepidez-. Para evitar el embrutecimiento, tiene que cultivar sus gustos, pues le corresponde distinguir con alguna finura entre los bienes consumibles y los no consumibles. Se convierte en connaisseur de viandas de diverso grado de mérito, de bebidas y brebajes masculinos, de adornos y arquitectura agradables, de armas, caza, danza y narcóticos. Este cultivo de la facultad estética exige tiempo y aplicación y las demandas a que tiene que hacer frente el caballero en este aspecto tienden, en consecuencia, a cambiar su vida de ociosidad en una aplicación más o menos ardua a la tarea de aprender a vivir una vida de ocio ostensible de modo que favorezca a su reputación. Íntimamente relacionada con la exigencia de que el caballero consuma sin trabas y consuma bienes de la mejor calidad, está la exigencia de que sepa consumirlos en la forma conveniente. Su vida de ocio debe ser llevada del modo debido. Por ello surgen los buenos modales, en la forma señalada en un capítulo anterior. Los modales y modos de vida educados son casos de conformidad con la norma del ocio y el consumo ostensibles.
El consumo ostensible de bienes valiosos es un medio de aumentar la reputación del caballero ocioso. Al acumularse en sus manos la riqueza, su propio esfuerzo no bastaría para poner de relieve por este método su opulencia. Recurre, por tanto, a la ayuda de amigos y competidores ofreciéndoles regalos valiosos, fiestas y diversiones caras. Los regalos y las fiestas tuvieron probablemente un origen distinto de la ostentación ingenua, pero adquirieron muy pronto utilidad para este propósito y han conservado este carácter hasta el presente; de tal modo, que su utilidad a este respecto ha sido durante mucho tiempo la base en que se apoyan tales usos. Las diversiones costosas tales como el potlach[3] y el baile están especialmente adaptadas para servir a este fin. Con este método se obliga al competidor con quien el anfitrión desea establecer una comparación a servir de medio para el fin propuesto. El competidor realiza un consumo vicario en beneficio de su huésped, a la vez que es testigo del consumo del exceso de cosas buenas que el anfitrión no puede despachar por sí solo, y se le hace ver, además, la desenvoltura de aquél en materia de etiqueta.
En el ofrecimiento de diversiones costosas hay, desde luego, otros motivos de tipo más cordial. La costumbre de las reuniones festivas se originó probablemente por motivos sociables y religiosas; esas razones siguen estando presentes en el desarrollo ulterior, pero ya no son los únicos motivos. Las fiestas y diversiones de la clase ociosa de fecha posterior pueden seguir sirviendo, en un grado muy ligero, a la necesidad religiosa, y en un grado mayor a las de recreo y sociabilidad, pero sirven también a un propósito valorativo, y no lo sirven con menor eficacia por el hecho de que tengan una base no valorativa en esos móviles más confesables. Pero el efecto económico de esas diversiones sociales no se disminuye con ello, ni por lo que respecta al consumo vicario ni en lo relativo a la exhibición de habilidades de adquisición difícil y costosa en materia de etiqueta.
Conforme se acumula riqueza, se va desarrollando cada vez más la clase ociosa por lo que se refiere a su estructura y funciones y surge una diferenciación dentro de ella. Hay un sistema más o menos complicado de rango y grados. Esa diferenciación se fomenta por la herencia de riquezas y la herencia, consiguiente a ella, de hidalguía. Con la herencia de la hidalguía va unida la herencia de la ociosidad obligatoria; pero puede heredarse una hidalguía suficientemente fuerte para comportar una vida de ocio y que no vaya acompañada de la herencia de riqueza necesaria para mantener un ocio dignificado. La sangre hidalga puede trasmitirse sin trasmitir a la vez bienes suficientes para permitir un consumo sin restricciones en una escala que sirva para mantener la reputación. Resulta de ahí una clase de caballeros ociosos que no poseen riqueza, a la que nos hemos referido ya de modo incidental. Esos caballeros ociosos de media casta entran en un sistema de gradaciones jerárquicas. Los que están más cerca de los grados superiores de la clase ociosa rica -en punto a cuna, a riqueza o a ambas cosas- tienen rango superior a los más alejados de ellas por su origen y a los económicamente más débiles. Esos grados inferiores, y en especial los caballeros ociosos carentes de riquezas -o marginales- se afilian a los más grandes mediante un sistema de dependencia o feudalidad. Al hacerlo así, consiguen un incremento en su reputación o en los medios de llevar una vida ociosa, derivado de su patrón. Se convierten en cortesanos o miembros de su séquito –servidores- y al ser alimentados y sostenidos por su patrón, son índices del rango de éste y consumidores vicarios de su riqueza superflua. Muchos de esos caballeros ociosos afiliados a un patrón son a la vez hombres importantes -de grado menor- por derecho propio; de tal modo que algunos de ellos no pueden ser considerados, en modo alguno, como consumidores vicarios, y otros solo en parte caben dentro de esa categoría. Pero los que forman el séquito y los dependientes del patrono pueden ser clasificados como consumidores vicarios sin ninguna clase de atenuaciones. A su vez muchos de éstos, y también muchos otros de los aristócratas de grado inferior, tienen unido a sus personas un grupo más o menos numeroso de consumidores vicarios en las personas de sus esposas e hijos, criados, etcétera.
Dentro de todo este esquema graduado de ociosidad y consumo vicarios, impera la regla de que esos oficios han de desempeñarse de tal manera o en tales circunstancias o con tales símbolos, que indiquen claramente quién sea el amo al que deba imputarse ese ocio o consumo a quien corresponde de derecho, en consecuencia, el incremento de buena reputación resultante de aquellos. El consumo y el ocio practicados por esas personas para su amo o patrono representan, por parte de éste, una inversión hecha con vistas a aumentar su buena fama. Ello es evidente en el caso de las fiestas y larguezas, y la atribución al huésped o patrono de la reputación resultante se realiza aquí de modo inmediato, a base de la notoriedad del hecho. Allí donde vasallos y gente del séquito practican el ocio y el consumo vicarios, la imputación al patrono de la reputación resultante se produce por el hecho de que esos consumidores viven cerca de su persona de tal modo que es indudable para todos la fuente de la ociosidad y el consumo. Al hacerse más amplio el grupo cuya buena estimación se trata de asegurar de este modo, se necesitan medios más patentes para indicar la imputación del mérito correspondiente al ocio disfrutado y a esta finalidad se debe la boga de uniformes, distintivos y libreas. El uso de uniformes y libreas implica un grado considerable de dependencia, y hasta puede decirse que es un signo de servidumbre, real u ostensible. Los portadores de los uniformes o libreas pueden dividirse grosso modo en dos clases: libres y serviles, o nobles y villanos. De modo análogo, los servicios por ellos prestados son también divisibles en nobles e innobles. Es, desde luego, cierto que la distinción no se observa en la práctica con estricto rigor; los servicios menos humillantes de los incluidos en el grupo de innobles y las menos honoríficas de las funciones nobles se reúnen con frecuencia en la misma persona. Pero no debe por ello pasarse por alto la distinción general. Lo que puede producir alguna perplejidad es el hecho de que esta distinción fundamental entre noble e innoble que descansa en la naturaleza del servicio ostensible realizado choca con una distinción secundarla entre lo honorífico y, humillante, basada en el rango de la persona para quien se realiza el servicio o cuya librea se usa. Así aquellos servicios que son por derecho propio la ocupación adecuada de la clase ociosa son nobles; tales el gobierno, la lucha, la caza, el cuidado de armas y equipos -en una palabra, aquellos que pueden clasificarse como ocupaciones ostensiblemente depredadoras-. Por el contrario, aquellas tareas que caen dentro del terreno propio de la clase industriosa son innobles; tales el artesanado o cualquier otro trabajo productivo, los servicios de los criados, etc. Pero un servicio bajo prestado a una persona de grado muy alto puede convertirse en un oficio muy honorífico; por ejemplo, el cargo de doncella de honor o dama de compañía de la reina, o el de caballerizo o montero mayor del rey. Los dos últimos oficios citados sugieren un principio que tiene un alcance de una cierta generalidad. Cuando, como ocurre en esos casos, la tarea servil de que se trata tiene directamente algo que ver en las ocupaciones primarias de la clase ociosa -lucha y caza- adquiere fácilmente carácter honorífico reflejo. De tal modo puede llegar a atribuirse gran honor a un empleo que por su propia naturaleza pertenece a la especie inferior.
En el desarrollo ulterior de la industria pacífica, decae gradualmente la costumbre de emplear un cuerpo ocioso de hombres de armas uniformados. El consumo vicario hecho por gente que depende de un patrono o señor, cuyas insignias llevan, se reduce a un cuerpo deservidores de librea. En un grado posterior, la librea viene a ser prenda de servidumbre, o más bien, de la condición servil. La librea del servidor armado tenía un cierto carácter honorífico, pero ese carácter desapareció cuando la librea pasó a ser distintivo exclusivo de los servidores domésticos. La librea se convierte en denigrante para casi todos aquellos a quienes se obliga a llevarla. Estamos aún tan poco alejados de un estadio de esclavitud efectiva, que somos plenamente sensibles a lo que tenga el más tenue olor de su imputación de servilismo. La antipatía se produce incluso cuando se trata de las libreas o uniformes que algunas corporaciones y sociedades prescriben como traje distintivo de sus empleados. En los Estados Unidos, la aversión llega hasta desacreditar -de modo tenue e incierto- a aquellos empleos oficiales, tanto militares como civiles, que exigen el uso de una librea o uniforme.
Con la desaparición de la servidumbre tiende, en conjunto, a decrecer el número de consumidores vicarios unidos a cada caballero. Lo mismo puede decirse -y acaso en mayor grado- del número de personas de él dependientes que llevan en su nombre una vida de ocio vicario. De modo general, aunque no total ni consistente, ambos grupos coinciden. La persona dependiente del señor en quien primero se delegaron esos deberes fue la esposa o la esposa principal y, como sería lógico esperar, cuando en el desarrollo ulterior de la institución se reduce de modo gradual el número de personas que tienen consuetudinariamente esas obligaciones, la esposa es la última en desaparecer de esa categoría. En las clases más elevadas de la sociedad se necesita una proporción amplía de ambas clases de servicios; la esposa se ve ayudada aún en su tarea por un cuerpo más o menos numeroso de sirvientes. Pero conforme descendemos en la escala social se llega a un punto en el que las obligaciones del ocio y el consumo vicario recaen sólo sobre la esposa. En las comunidades de la cultura occidental este punto se encuentra, en la actualidad, en la clase media inferior.
Y aquí se produce una inversión curiosa. Es un hecho de observación corriente que en esta clase media el cabeza de familia no finge vivir ocioso. Por la fuerza de las circunstancias esa ficción ha caído en desuso. Pero la esposa sigue practicando, para el buen nombre de cabeza de familia, el ocio vicario. Conforme descendemos en la escala social de cualquier comunidad industrial moderna, el hecho primario - el ocio ostensible de cabeza de familia- desaparece en un peldaño relativamente alto de aquélla. Como ocurre con el tipo corriente de hombre de negocios actual, el cabeza de familia de clase media se ha visto obligado por las circunstancias económicas a emplear sus manos para ganarse la vida en ocupaciones que con frecuencia tienen en gran parte carácter industrial. Pero el hecho derivado -el ocio y el consumo vicarios a los que dedica su tiempo y esfuerzo la esposa, y el ocio vicario auxiliar de los sirvientes- sigue en vigor, como convencionalismo que las exigencias de la reputación no permiten que se disminuya. No es, en modo alguno, un espectáculo desusado encontrar un hombre que se dedica al trabajo con la máxima asiduidad, con objeto de que su esposa pueda mantener, en beneficio de él, aquel grado de ociosidad vicaría que exige el sentir común de la época.
El ocio a que dedica su tiempo la esposa en tales casos no es, desde luego, una simple manifestación de vagancia o indolencia. Se presenta casi invariablemente disfrazado de trabajo o deberes domésticos o entretenimientos sociales que, debidamente analizados, resultan tener poca o ninguna finalidad aparte de mostrar que aquélla no se ocupa ni tiene que ocuparse de nada lucrativo ni de nada que tenga una utilidad importante o sustancial. Como ya se ha notado al tratar de los modales, la mayor parte de los cuidados domésticos rutinarios a los que la esposa de clase media dedica su tiempo y esfuerzo, tienen ese carácter. Ello no quiere decir que los resultados de su atención a los asuntos de carácter decorativo y mundano no sean agradables a los ojos de los hombres educados en los criterios de la clase media. Pero el gusto al que tratan de agradar esos efectos de adorno y limpieza domésticos se ha formado bajo la guía selectiva de unas conveniencias que exigen precisamente esas pruebas de esfuerzo derrochado en ellos. En gran parte los efectos nos son agradables porque se nos ha enseñado a encontrarlos agradables. En esos deberes domésticos se presta un gran cuidado a la combinación adecuada de forma y color y otras finalidades que deben clasificarse como estéticas en el sentido estricto del término; y no se niega que a veces se logran efectos que tienen valor estético real. En lo que se insiste aquí especialmente es en que, por lo que se refiere a las cosas agradables de la vida, los esfuerzos de la mujer de su casa están guiados por tradiciones que han sido modeladas por la ley del gasto notoriamente derrochador de tiempo y materia. Si se logra la belleza o la comodidad -y el hecho de que se consiga se debe a circunstancias más o menos fortuitas- ha de lograrse por métodos conformes a la gran ley económica del esfuerzo derrochado. La parte de más alta reputación -la de más «presentación»- de los adornos domésticos de la clase media está constituida, por una parte, por cosas de consumo ostensible y, por otra, por artificios que pongan en evidencia el ocio vicario vivido por el ama de casa.
La exigencia del consumo vicario por parte de la esposa continúa vigente incluso en un punto inferior de la escala pecuniaria de aquél a donde llega la exigencia del ocio vicario. En un punto por debajo del cual se observan pocas o ninguna apariencias de esfuerzo gastado inútilmente, limpieza ceremonial y cosas análogas, la reputación de la familia y de su jefe sigue exigiendo a la esposa que consuma ostensiblemente algunos bienes. De manera que, como último resultado de esta evolución de una institución arcaica, la esposa que en un principio tenía, tanto en derecho como en teoría, trato de bestia de carga, de propiedad del hombre - productora de bienes que él consumía-, se ha convertido en consumidora ceremonial de los bienes que produce el varón. Pero en teoría sigue siendo, de modo inequívoco, su propiedad, ya que el dedicarse de modo habitual al ocio y el consumo vicarios es la marca permanente del sirviente no libre.
Este consumo vicario hecho por la familia de las clases media y baja no puede ser considerado como expresión directa del esquema general de vida de la clase ociosa, ya que la comunidad familiar de este grado pecuniario no pertenece a la clase ociosa. Lo que ocurre más bien es que el esquema de vida de la clase ociosa toma una expresión de segundo grado. La clase ociosa ocupa la cabeza de la estructura social en punto a reputación; y su manera de vida y sus pautas de valor proporcionan, por tanto, la norma que sirve a toda la comunidad para medir la reputación. Las clases más bajas de la escala se ven obligadas a observar esos patrones de conducta con un cierto grado de aproximación. En las comunidades civilizadas modernas, las líneas de demarcación entre las clases sociales se han hecho vagas e inestables y, dondequiera que esto ocurre, la norma que gradúa la reputación, impuesta por la clase superior, extiende su influencia coactiva a lo largo de la estructura social hasta los estratos más bajos, sin tener que salvar para ello sino obstáculos muy ligeros. El resultado es que los miembros de cada estrato aceptan como ideal de decoro el esquema general de la vida que está en boga en el estrato superior más próximo y dedican sus energías a vivir con arreglo a ese ideal. Tienen que conformarse, al menos en apariencia, con el código aceptado, so pena de perder su buen nombre.
La base sobre la que descansa en último término la buena reputación en toda comunidad industrial altamente organizada es la fortaleza pecuniaria. Y los medios de mostrar esa fortaleza y *de conseguir un buen nombre son el ocio y un consumo ostensible de bienes. Por consiguiente, ambos métodos están en boga hasta el punto más bajo de la escala donde es posible que lo estén; y en los estratos inferiores en los que se emplean ambos métodos, ambas tareas se delegan en gran parte a la esposa y los hijos.
En peldaños todavía más bajos de la escala, allí donde resulte impracticable para la esposa un grado cualquiera de ocio, perdura el consumo ostensible de bienes realizado por la esposa y los hijos. El cabeza de familia puede hacer también algo en esa dirección y, por lo general, lo hace, pero si descendemos aún más en la escala, hasta el nivel de la indigencia -en las márgenes de los barrios insalubres y sobre poblados de las ciudades- el varón y los hijos dejan virtualmente de consumir bienes valiosos para mantener las apariencias y queda la mujer como único exponente del decoro pecuniario de la familia. Ninguna clase social, ni siquiera la más miserablemente pobre, abandona todo consumo ostensible consuetudinario. Los últimos artículos de esta categoría de consumo no se abandonan, sino bajo el imperio de la necesidad más extrema. Se soportan muchas miserias e incomodidades antes de abandonar la última bagatela o la última apariencia de decoro pecuniario. No hay clase ni país que se haya inclinado ante la presión de la necesidad física de modo tan abyecto que haya llegado a negarse a sí misma la satisfacción de esa necesidad superior o espiritual.
De la precedente ojeada sobre el desarrollo del ocio y el consumo notorios, resulta que la utilidad de ambos para el fin de conseguir y mantener una reputación consiste en el elemento de derroche que es común a los dos. En un caso es el derroche de tiempo y esfuerzo, en el otro el de cosas útiles. Ambos son métodos de demostrar la posesión de riqueza y ambos se aceptan convencionalmente como equivalentes. La elección entre ambos es sólo problema de su conveniencia publicitaria, excepto en cuanto puedan estar afectados por otras normas de conveniencia surgidas de fuente distinta. En diferentes etapas del desarrollo económico puede darse preferencia a uno o a otro por motivos de utilidad. El problema consiste en cuál de los métodos influirá más eficazmente en las personas cuyas convicciones se desea afectar. El uso ha resuelto el problema en distinta forma según las circunstancias.
Mientras la comunidad o grupo social es lo suficientemente pequeña y compacta para que le pueda influir eficazmente la notoriedad común por sí sola -es decir, en tanto que el medio humano al que tiene que adaptarse el individuo en materia de reputación está comprendido en la esfera de sus conocimientos personales y la murmuración de sus vecinos- un método es igualmente eficaz que el otro. Ambos sirven igualmente bien durante las primeras etapas del desarrollo social. Pero hoy día, los medios de comunicación y la movilidad de la población exponen al individuo a la observación de muchas personas que no tienen otros medios de juzgar su reputación, sino por la exhibición de bienes (y acaso de educación) que pueda hacer aquél mientras está bajo la observación directa de esas personas.
La organización moderna de la industria opera en la misma dirección, pero por otro camino. Las exigencias del moderno sistema industrial colocan con frecuencia a individuos v familias en una yuxtaposición en la que hay muy poco contacto aparte de esa yuxtaposición. Los vecinos -dando a esta palabra un sentido puramente mecánico- no son, con frecuencia, vecinos en sentido social, ni siquiera conocidos; sin embargo, su buena opinión, por marginal que sea, tiene un alto grado de utilidad. El único medio posible de hacer notoria la propia capacidad pecuniaria a los ojos de esos observadores que no tienen ninguna simpatía por el observado, es una demostración constante de capacidad de pago. En la comunidad moderna se asiste con mayor frecuencia a sitios donde se congrega una gran cantidad de personas que son desconocidas unas de otras en la vida cotidiana -lugares tales como iglesias, teatros, salones de baile, hoteles, parques, tiendas, etc...-. Para impresionar a esos observadores transitorios y conservar la propia estima, mientras se está sometido a su observación, debe escribirse la firma de la fortaleza pecuniaria propia en caracteres que todo transeúnte pueda leer. Es, pues, evidente que la vida actual se orienta en dirección a ensalzar la utilidad del consumo ostensible de preferencia al ocio ostensible.
Es de notar también que la utilidad del consumo como medio de conseguir reputación, así como la insistencia en aquél como elemento de decoro, se manifiesta con mayor plenitud en aquellas partes de la comunidad donde es mayor el contacto humano del individuo y más amplia la movilidad de la población. En relación con la población rural, la urbana emplea una parte relativamente mayor de sus ingresos en el consumo ostensible, y la necesidad de hacerlo así es más imperativa. El resultado es que, para mantener una apariencia decorosa, la población urbana vive al día en una proporción mucho mayor que la rural. Así ocurre, por ejemplo, que el granjero norteamericano y su mujer e hijas visten mucho menos a la moda y son menos urbanos en sus modales que la familia del artesano de la ciudad que tiene iguales ingresos. Ello no significa que la población urbana sea mucho más aficionada al placer especial que deriva del consumo ostensible ni que la población rural dé menos importancia al decoro pecuniario. Pero en la ciudad son más fuertes el atractivo de esta línea publicitaria y su eficacia transitoria. Por tanto, se recurre con más facilidad a este método y, en la lucha para superarse unos a otros, la población urbana lleva su patrón normal de consumo ostensible a un punto más elevado, con el resultado de que se requiere un gasto relativamente mayor en esta dirección para indicar un grado determinado de decoro pecuniario en la vida urbana. La exigencia de conformidad a este patrón convencional superior se convierte en imperativa. La pauta del decoro es más elevada, clase por clase, y hay que hacer frente a esta exigencia de una apariencia decorosa so pena de perder casta.
El consumo es un elemento más importante en el patrón de vida de la ciudad que en el del campo. Entre la población rural, su lugar lo ocupan, en cierta medida, los ahorros y las comodidades hogareñas, que, gracias al comadreo de la vecindad, son suficientemente conocidos para que puedan servir al propósito igualmente general de la reputación pecuniaria. Estas comunidades hogareñas y el ocio que se disfruta -cuando se disfruta efectivamente- han de ser clasificados también, en gran parte, como formas de consumo ostensible; y lo mismo puede decirse de los ahorros. El hecho de que sean menores los ahorros guardados por los artesanos se debe, en alguna parte, a que para los artesanos el ahorro es una forma de publicidad menos eficaz, con respecto al medio en que viven, que para las personas que viven en granjas y aldeas pequeñas. En éstos todo el mundo conoce los negocios de todo el mundo, especialmente el status pecuniario. Considerado sólo en sí mismo -tomado en su primer grado- este nuevo incentivo a que están expuestos el artesano y las clases trabajadoras urbanas puede no constituir un motivo suficientemente poderoso para disminuir en mucho el monto de los ahorros; pero en su acción constante, que eleva el patrón de gastos decorosos, su efecto contrario a la tendencia al ahorro no puede menos de ser muy grande.
Un buen ejemplo del modo de operar de este canon de reputación puede verse en la práctica del copeo, el«alternar» y el fumar en lugares públicos, cosas a las que acostumbran los trabajadores y artesanos de la población urbana. Puede citarse como clase en la que esta forma de consumo ostensible tiene una gran boga a los oficiales impresores, y entre ellos tiene ciertas consecuencias que se censuran con gran frecuencia. Los peculiares hábitos que en esta materia tiene la clase se consideran, por lo general, como una cierta forma de deficiencia moral mal definida que se atribuye a esa clase, o a la influencia moralmente deletérea que se supone ejerce - de modo que no se puede explicar- la profesión sobre los hombres ocupados en ella. El estado de la cuestión relativa a los hombres que trabajan en la composición y en las prensas corrientes de las imprentas, puede resumirse como sigue. La habilidad adquirida en cualquier imprenta o ciudad puede aprovecharse con facilidad en casi cualquier otra empresa o localidad; es decir, la inercia debida a la profesión es pequeña. Además, esta ocupación requiere una inteligencia y una información general superiores a las normales, y por ello los hombres dedicados a ella están, de ordinario, más dispuestos que muchos otros a aprovecharse de la ligera variación que pueda haber en la demanda de su trabajo de un lugar a otro. A la vez, los salarios que se pagan en la profesión son lo suficientemente altos para hacer que el movimiento de un lugar a otro pueda realizarse con relativa facilidad. El resultado es una gran movilidad de la mano de obra empleada en la imprenta; acaso mayor que en cualquier otro grupo importante y bien definido de trabajadores. Esos hombres están siendo lanzados de modo constante al contacto con nuevos grupos de conocidos, y las relaciones que establecen con ellos son transitorias o efímeras, no obstante lo cual se valora su buena opinión por el momento. La proclividad humana a la ostentación, reforzada por sentimientos de camaradería, los lleva a gastar liberalmente en aquellas direcciones que mejor sirvan a esas necesidades. Aquí, como en todas partes, la prescripción se apodera de la costumbre en cuanto ésta alcanza alguna boga y la incorpora a la pauta acreditada de decoro. El siguiente paso consiste en hacer de esta pauta de decoro el punto de partida de un nuevo avance en la misma dirección -pues no hay mérito en una simple conformidad externa a una pauta de disipación que se vive como valor entendido por todos los que pertenecen a la profesión.
Por lo tanto, el hecho de que la disipación predomine entre los impresores en mayor medida que en el resto de las profesiones, se puede atribuir, al menos en cierta medida, a la mayor facilidad de movimiento y al carácter más transitorio de los conocimientos y los contactos humanos en esta profesión. Pero la base fundamental de que se exija la disipación en tan alto grado no es, en último análisis, sino la misma propensión a manifestar el dominio y el decoro pecuniario que hace parsimonioso y frugal al campesino propietario francés y que induce al millonario norteamericano a fundar colegios, hospitales y museos. Si el canon del consumo ostensible no se viese contrapesado en gran parte por otras características de la naturaleza humana distintas de él, sería lógicamente imposible todo ahorro para una población situada como lo están hoy los artesanos y las clases trabajadoras de las ciudades, por altos que fueran sus salarios o sus ingresos.
Pero, aparte de la riqueza y su exhibición, hay otros patrones de reputación y otros cánones de conducta más o menos imperativos, y algunos de ellos operan en el sentido de acentuar o calificar el canon amplio y fundamental del derroche ostensible. Si no hubiera otro que la eficacia publicitaria, deberíamos esperar encontrarnos con que el ocio y el consumo ostensible de bienes se dividían en un comienzo el campo de la emulación pecuniaria en partes bastante proporcionadas. Podría esperarse entonces que el ocio fuera cediendo terreno de modo gradual y tendiera a desaparecer en la medida en que avanza el desarrollo económico y aumenta el tamaño de la comunidad; en tanto que el consumo ostensible de bienes debería ir ganando importancia, también por grados, tanto desde el punto de vista absoluto, como desde el relativo, hasta que hubiese absorbido todo el producto disponible, sin dejar aparte nada sino lo suficiente para las meras necesidades de la vida. Pero el desarrollo real de los hechos se ha separado un tanto de este esquema ideal. El ocio ocupaba el primer lugar en un comienzo y durante la cultura casi pacífica llegó a tener un rango muy superior al derroche de bienes en el consumo, tanto como exponente directo de riquezas como en calidad de elemento integrante del patrón de decoro. Desde ese momento, el consumo ha ganado terreno, hasta que hoy tiene indiscutiblemente la primacía, aunque está muy lejos aún de haber absorbido todo el margen de producción por encima del mínimo de subsistencia.
El ascendiente primero del ocio como medio de conseguir reputación, deriva de la distinción arcaica entre empleos nobles e innobles. En parte, el ocio es honorable y llega a ser imperativo porque muestra una exención de todo trabajo innoble. La arcaica diferenciación entre clases nobles y villanas se basa en una distinción valorativa entre las ocupaciones, que divide a éstas en honoríficas y degradantes; y durante los primeros tiempos del estadio casi pacífico esta distinción tradicional se desarrolla hasta convertirse en un canon imperativo de decoro. Se robustece su ascendiente por el hecho de que, en cuanto demostración de riqueza, el ocio sigue teniendo aún tanta eficacia como el consumo. Es tan eficaz en el medio humano relativamente pequeño y estable en el que vive el individuo en esa etapa cultural que, con ayuda de la tradición arcaica que degrada todo trabajo productivo, da origen a una gran clase ociosa carente de dinero y tiende incluso a limitar la producción industrial de la comunidad al mínimo necesario para la subsistencia. Esta extremada inhibición de la industria se evita porque el esclavo que trabaja bajo una coacción más rigurosa que la impuesta por la reputación, se ve obligado a producir más de lo que exige el mínimo necesario para la subsistencia de la clase trabajadora. La relativa decadencia subsiguiente que sufre el uso del ocio ostensible como base de la reputación se debe, en parte, a una eficacia relativa cada vez mayor del consumo como demostración de riqueza; pero, en parte también, deriva de otra fuerza, ajena -y en cierto grado antagónica- al uso del derroche ostensible.
Este factor es el instinto del trabajo eficaz. De permitirlo las circunstancias, ese instinto inclina a los hombres a mirar con favor la eficacia productiva y todo lo que sirva de utilidad a los seres humanos. Los inclina a menospreciar el derroche de cosas o de esfuerzo. El instinto del trabajo eficaz se encuentra presente en todos los hombres y se reafirma hasta en circunstancias muy adversas. Por ello cualquier gasto, por derrochador que pueda ser en realidad, debe tener, por lo menos, alguna excusa aceptable en forma de finalidad ostensible. Ya hemos estudiado en un capítulo anterior la manera como, en determinadas circunstancias, ese instinto da como resultado un gusto por la hazaña y una discriminación valorativa entre los nobles y villanos. En la medida en que choca con la ley del derroche ostensible, el instinto del trabajo eficaz se expresa no sólo en la exigencia de una utilidad sustancial, sino también en el sentido permanente de la odiosidad y la imposibilidad estética de lo que es a todas luces fútil. Como es por naturaleza una afección instintiva, su guía afecta de modo especial e inmediato a las violaciones notorias y ostensibles de sus exigencias. Llega con menos rapidez y con fuerza mucho menos exigente a las violaciones sustanciales de sus exigencias que sólo se aprecian tras un proceso de reflexión.
Mientras todo trabajo continúa realizándose de modo exclusivo o general por esclavos, la bajeza de todo esfuerzo productivo se encuentra también presente de modo tan constante en la mente de los hombres que impide que el instinto del trabajo eficaz influya en gran medida para imponer la dirección hacia la utilidad industrial. Pero cuando se pasa del estadio industrial casi pacífico (de esclavitud y status) el estadio pacífico (de asalariados y pago al contado) el instinto del trabajo eficaz juega con mayor eficacia. Comienza entonces a modelar en forma agresiva las opiniones de los hombres acerca de lo que es meritorio y se afirma al menos como canon auxiliar de la consideración de sí mismo. Dejando aparte toda consideración extraña, las personas (adultas) que no tienen hoy inclinación a realizar algún fin o que no se ven impelidas por su propio impulso o modelar algún objeto, hecho o relación, para usos humanos, no son hoy sino una minoría que está desapareciendo. El incentivo, de fuerza coactiva más inmediata, que inclina a un ocio que es vehículo de reputación y a evitar la utilidad indecorosa puede, en gran medida, superar esa propensión, la cual puede, por ende, expresarse sólo en forma de apariencias; así ocurre, por ejemplo, con los«deberes sociales» y los conocimientos, casi artísticos o casi eruditos, que se emplean en el cuidado y en el decorado de la casa, en la actividad de los círculos de costura o en la reforma del traje, o en el destacarse por la elegancia, la habilidad en los juegos de cartas, la navegación deportiva, el golf y otros deportes. Pero el hecho de que, bajo el imperio de las circunstancias, pueda dar por resultado vacuidades, no refuta la aseveración de la presencia del instinto en mayor medida de lo que refuta la realidad del instinto de la procreación el hecho deque se pueda hacer que una gallina empolle una nidada de huevos de porcelana.
Esta búsqueda desagradable que se hace en nuestros días de alguna forma de actividad finalista que no sea a la vez indecorosamente productiva de ganancias individuales o colectivas, señala una diferencia de actitud entre la clase ociosa moderna y la del estadio casi pacífico. Como se ha dicho arriba, en el estadio anterior la institución omnidominante de la esclavitud y el status actuaron sin resistencia en el sentido de degradar todo esfuerzo dirigido a fines que no fueran ingenuamente depredadores. Era todavía posible encontrar algún empleo habitual para la tendencia a la acción en forma de agresión o represión violentas dirigidas contra grupos hostiles o contra las clases sometidas en el interior del grupo; y esto servía para disminuir la presión y encontrar un desagüe a la energía de la clase ociosa, sin recurrir a actividades real o aparentemente útiles. La práctica de la caza servía también en cierto grado a la misma finalidad. Cuando la comunidad se convirtió en una organización industrial pacífica y cuando una ocupación más completa de la tierra hubo reducido las oportunidades de dedicarse a la caza a un residuo sin importancia, la presión de la energía encaminada a una actividad finalista tuvo que buscarse un desagüe en alguna otra dirección. La ignominia unida al esfuerzo útil entró también en una fase menos aguda con la desaparición del trabajo obligatorio; y entonces el instinto del trabajo eficaz se afirmó con mayor persistencia.
Ha cambiado en cierta medida la línea de menor resistencia, y la energía que antaño encontraba canalización en la actividad depredadora toma hoy, en parte, la dirección de alguna finalidad notoriamente útil. Ha pasado a ser despreciado el ocio que carece de finalidad ostensible, en especial por lo que se refiere a esa gran parte de la clase ociosa cuyo origen plebeyo opera para colocarlo en desacuerdo con la tradición del otium cum dignitate. Pero queda aún ese canon de reputación que desestima toda tarea que constituye por naturaleza un esfuerzo productivo; y ese canon no permitirá más que una boga muy pasajera a cualquier trabajo que sea sustancialmente útil o productivo. La consecuencia es que se ha producido un cambio en el ocio ostensible a que dedica su tiempo la clase ociosa, cambio no tanto de sustancia como de forma. Se ha logrado una reconciliación entre las dos exigencias contrapuestas recurriendo a ficciones. Se desarrollan muchas e intrincadas observancias corteses y deberes sociales de naturaleza ceremonial; se fundan muchas organizaciones cuya finalidad visible, fijada por su título y denominación oficiales, es alguna clase de mejora social. Hay mucho ir y venir y mucha charla, con el fin de que los conversadores no puedan tener ocasión de reflexionar acerca del valor económico efectivo de su tráfico. Y junto con la apariencia de tarea encaminada a alguna finalidad, y ligado de modo inextricable con su trama, hay, si no siempre, un elemento más o menos apreciable de esfuerzo encaminado a algún propósito serio.
En la esfera, más limitada, del ocio vicario se ha producido un cambio semejante. En vez de pasar simplemente el tiempo en ociosidad visible, como en los mejores días del régimen patriarcal, el ama de casa del estadio pacífico avanzado se aplica con asiduidad a los cuidados domésticos. Las características salientes de este desarrollo del servicio doméstico se han indicado ya.
Durante toda la evolución del gasto ostensible, tanto de bienes como de servicios o de vida humana, se da el supuesto obvio de que para que un consumo pueda mejorar de modo eficaz la buena fama del consumidor, tiene que ser de cosas superfluas. Para producir buena reputación, ese consumo tiene que ser derrochador. No puede derivar ningún mérito del consumo de lo estrictamente necesario para la vida, a no ser en comparación con quienes son tan pobres que no llegan a poder gastar ni siquiera lo exigido por ese mínimo necesario para la subsistencia; salvo en el nivel de decoro más prosaico y menos atractivo, de tal gasto no podría producirse ninguna pauta que sirviera para la comparación. Sería aún posible un nivel de vida que admitiera una comparación valorativa en otros aspectos que el de la opulencia; tal, por ejemplo, una comparación en diversas direcciones de las manifestaciones de fuerza moral, física, intelectual o estética. Hoy están de moda las comparaciones de estos tipos; pero esas comparaciones están, por lo común, tan inextricablemente ligadas con la comparación pecuniaria, que es muy difícil distinguirlas de la última. Esto es cierto de modo especial por lo que se refiere a la valoración corriente de las expresiones de vigor o eficacia intelectual y estética; tanto que interpretamos con frecuencia como estética o intelectual una diferencia que en sustancia no es más que pecuniaria.
El uso del término «derroche» es desafortunado en un aspecto. En el lenguaje de la vida cotidiana la palabra lleva consigo una resonancia condenatoria. Lo utilizamos aquí a falta de una expresión mejor que describiera adecuadamente el mismo grupo de móviles y fenómenos, pero no se lo debe tomar en mal sentido, como si implicase un gasto ilegítimo de productos o de vida humanos. A la luz de la teoría económica el gasto en cuestión no es más ni menos legítimo que ningún otro. Se lo llama aquí «derroche» porque ese gasto no sirve a la vida humana ni al bienestar humano en conjunto, no porque sea un derroche o una desviación del esfuerzo o el gasto, considerado desde el punto de vista del consumidor individual que lo escoge. Si lo escoge, ahí acaba el problema de la utilidad relativa que, en comparación con las otras formas de consumo a las que no se suele censurar por el hecho de ser inútiles, presenta para él. Cualquiera que sea la forma de gasto que escoja el consumidor o cualquiera que sea la finalidad que persiga al hacer esa elección, es útil para él por virtud de su preferencia. Desde el punto de vista del consumidor individual, la cuestión del derroche no entra dentro del ámbito de la teoría económica propiamente dicha. Por tanto, el uso de la palabra «derroche», como término técnico, no implica ninguna condena de los motivos o de los fines perseguidos por el consumidor bajo este canon de gasto ostensible.
Pero, desde otros puntos de vista, merece la pena de notar que el término «derroche» en el lenguaje de la vida cotidiana implica una condena de lo que se caracteriza como tal. Este significado implícito que le atribuye el sentido común es, en sí, una excrescencia del instinto del trabajo eficaz. La reprobación popular del derroche se basa en que para estar en paz consigo mismo, el hombre corriente tiene que poder encontrar en todos y cada uno de los esfuerzos y goces humanos un aumento de la vida y bienestar. Para encontrar una aprobación sin reservas, todo hecho económico tiene que conseguir aprobación con arreglo al canon de la utilidad impersonal, -es decir, la utilidad contemplada desde el punto de vista de lo genéricamente humano-. La ventaja relativa o lograda por un individuo en comparación o competencia con otro, no satisface a la conciencia económica, y el gasto hecho en la competencia no tiene, por ende, la aprobación de esa conciencia.
Para ser estrictamente exactos, no deberíamos incluir bajo el epígrafe de derroche ostensible más que aquellos gastos realizados a base de una comparación pecuniaria hecha con propósito valorativo. Pero para incluir cualquier elemento bajo este epígrafe no es necesario que se lo reconozca como derroche, en este sentido, por la persona que realiza el gasto. Ocurre con frecuencia que un elemento del nivel de vida que comenzó como forma de derroche, acaba por convertirse, a juicio del consumidor, en algo necesario para la vida; y puede, de este modo, convertirse en algo tan indispensable como cualquier otro artículo de los gastos habituales del consumidor. Puede citarse como artículos que caben a veces en este epígrafe -y sirven, por ende, de ejemplos de la forma en que se aplica este principio- las alfombras y tapicerías, los cubiertos de plata, los servicios de los camareros, los sombreros de copa, la ropa interior bordada y muchos artículos de joyería y vestido. El carácter de indispensable que esas cosas llegan a tener una vez que se forma el hábito y la convención, tiene poco que ver en la clasificación de los gastos como derroche o no derroche en el sentido técnico de la palabra. El patrón con el que hay que medir todo gasto, si se quiere decidir la cuestión, es el de si sirve directamente para elevar, en conjunto, la vida humana -el de si fomenta los procesos vitales tomados en forma impersonal-, pues ésta es la base de avalúo establecida por el instinto del trabajo eficaz y ese instinto es el tribunal de apelación de última instancia para toda cuestión de verdad o conveniencia económica. Es un problema del juicio pronunciado por un sentido común desapasionado. Por tanto, el problema no es el de si en las circunstancias dadas de hábito individual y costumbre social, un determinado gasto conduce a la satisfacción o a la paz espiritual de un consumidor particular, sino el de si -dejando aparte los gustos adquiridos y los cánones de decoro convencional y de la costumbre- su resultado es una ganancia neta en lo que se refiere a las comunidades o a la plenitud de vida. El gasto consuetudinario debe clasificarse bajo el epígrafe de derroche en la medida en que la costumbre en que se basa derive del hábito de realizar una comparación pecuniaria valorativa -en la medida en que se conciba que no podría haber llegado a ser consuetudinario y prescriptivo sin el respaldo de ese principio de la reputación pecuniaria o el éxito económico relativo.
Es evidente que, para incluir un determinado objeto de gasto en la categoría de derroche ostensible, no es necesario que sea exclusivamente derrochador. Un artículo puede ser a la vez útil y constituir un derroche, y su utilidad para el consumidor puede estar compuesta de uso y derroche en las proporciones más diversas. Los bienes consumibles e incluso los de producción muestran, por lo general, como constitutivos de su utilidad, dos elementos combinados; aunque, de modo general, el elemento de derroche tiende a predominar en los artículos de consumo, en tanto que ocurre lo contrario por lo que respecta a los artículos destinados al uso productivo. Hasta en artículos que a primera vista parecen servir sólo a fines de ostentación, es posible encontrar siempre la presencia de alguna finalidad útil, al menos en apariencia. Y, por otra parte, incluso en una maquinaria y unas herramientas especiales ideadas por algún proceso industrial particular, así como en las actividades más rudas de la industria humana son, por lo general evidentes, cuando se las examina de cerca, rastros de un derroche ostensible o, por lo menos, del hábito de ostentación. Sería aventurado afirmar que falte siempre una finalidad provechosa en la utilidad de todo artículo o servicio, por evidente que sea el hecho de que su propósito primario y su elemento fundamental están constituidos por el derroche ostensible; y no sería mucho menos aventurado afirmar de cualquier producto primordialmente útil que el elemento de derroche no tenga conexión inmediata o remota con su valor.



[1] Utilizo la palabra «valorativo», aquí y en el resto de la obra, para traducir el término inglés invidious empleado por Veblen. Ese calificativo significa de ordinario denigrante, envidioso u odioso. Pero como explica más adelante (pp. 412) el autor, le da un sentido distinto: «Se emplea el término en sentido técnico, para describir una comparación de personas con objeto de escalonarlas y graduarlas con respecto a la valía o valor relativos de cada una de ellas en sentido estético o moral y conceder, y definir así los grados relativos de agrado con que pueden ser legítimamente contempladas por sí mismas y por las demás. Una comparación valorativa (invidious) es un proceso de valoración de las personas con respecto a su valía»
[2] Véase la nota sobre terminología, p. 11[T.]
[3] Se conoce por potlach una ceremonia practicada por los kwakiutl con la que un hombre trata de adquirir nombradía haciendo grandes dádivas, que la costumbre obliga a devolver duplicadas en fecha posterior, so pena de perder prestigio. A veces toma la forma de fiesta en la que un hombre trata de superar a sus rivales; en ocasiones se llega a la destrucción deliberada de propiedad (mantas, canoas, bandejas de cobre). [T.]

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